SABÍAS QUE...

Paul Cézanne
67 años

Dr. Juan Carlos Álvarez Torices. Centro de Salud Eras de Renueva. León.

 

 

El frío del invierno azotaba los cristales aquel 19 enero de 1839. Una cortina de vaho los cubría, en ocasiones confluyendo en tenues gotas de agua que resbalaban hasta la madera que les bordea. El ambiente de aquella habitación, sita en la primera planta de la vivienda de la rue de l´Opera de Aix-en-Provence, la ciudad de las mil fuentes, el hogar de Louis-Auguste Cézanne y de Anne-Elisabeth-Honorine Aubert, estaba enrarecido. Era una mezcla de olores en la que el dominio lo tenían los fluidos humanos y la madera que ardía en la chimenea. En la cama, entre las sábanas revueltas y manchadas, gemía y chillaba Anne-Elisabeth. A su lado la partera la ayudaba a realizar ese acto que, durante siglos, ha hecho, y hará, supervivir a la especie. El ahora sombrerero y futuro banquero Louis-Auguste está en el salón de la planta baja. Su pipa echaba humo sin cesar. Por fin llegó ese sonido tan esperado. El pequeño rompió a llorar resonando su voz por toda la casa. Subió las escaleras de dos en dos. Allí estaba su compañera con su vástago. Lo llamarán Paul, Paul Cézanne. Haría falta una hija a mayores y cinco años más para que ambos se casaran.

Pasa el tiempo y el pequeño Paul tiene que asistir a la escuela. Primeramente será l´École Saint-Joseph. Más tarde, en 1852, cambia al Collège Bourbon. Allí se hace uña y carne con un mozalbete algo más pequeño. Era parisino. Estaba allí porque su padre, ingeniero de profesión, había ido a construir una presa a Aix. Desgraciadamente había muerto al poco de llegar. Su nombre era Émile Zola, el que sería uno de los más grandes dramaturgos franceses de todos los tiempos. Junto a Jean Baptiste Baille serán los tres “raritos” que hablan en el patio de poesía, música y arte. Pasearán por los aledaños de la ciudad, gastando su niñez perdiéndose en el campo. Eso marcará de por vida a Cézanne, haciéndole un entusiasta de los paisajes y, sobre todo, de la Montagne Sainte-Victoire, un pico sito al este de la ciudad que pintaría en numerosas ocasiones a lo largo de su vida. Cuando tenían algo de dinero se permitían tomar algún calisson, un dulce típico, con forma de rombo, hecho de almendras y melón cristalizado, o disfrutaban de un chocolate en la Chocolaterie de Puyricard. No obstante, en 1858 Émile vuelve a Paris, esfumándose esta primera etapa de su juventud.

Pero la vida sigue. Su padre no quiere saber nada de su pintura. Quiere para él algo provechoso, una licenciatura en derecho y, en 1859, inicia estudios de Leyes en la Universidad de Aix. Por lo menos lo compagina con l´École Municipal Libre de Dessin, a la que acude desde dos años antes. Por lo menos allí puede dar rienda suelta a su verdadera vocación.

La primavera estaba en toda su exuberancia aquel día en la finca Jas de Bouffan, a las afueras de Aix. Corre 1861. La bonanza económica que les proporciona ser dueños del banco permite una amplia holgura a los Cézanne. Louis-Auguste está cómodamente acurrucado a la sombra, en una tumbona, disfrutando del aire fresco del atardecer. Ha tenido un buen día. Ha cerrado un par de negocios que les proporcionarán pingües beneficios. Paul está, como siempre, enfrascado con sus óleos y su caballete, plasmando en sus lienzos alguna parte de la finca. Aquella forma suya de pintar, un tanto extraña, la achacaba su familia a esa miopía que se había negado a corregir con lentes. Marie, que ya es una pollita de 20 años y, a la par, el ojo derecho de papá, aprovecha el momento. Junto a su madre abordan al cabeza de familia. Con esa habilidad, innata en las mujeres, le cercan con sus mejores palabras y razonamientos. Quieren lograr que dé el visto bueno para que Paul pueda dedicarse en exclusiva a su pintura. Con una habilidad digna de Julio César en la batalla de Alesia le lograron doblegar como hizo el romano con los galos. No en vano estaban en el sitio donde Cayo Mario, con sólo 37.000 romanos, había derrotado a más de 100.000 germanos siglos atrás. La única condición que logró imponer el padre es que hiciera bien las cosas y que se perfeccionara en la Escuela de Bellas Artes. En abril Paul sube al “Chemin de Fer” que le llevará a París.

La ciudad de la luz, una ciudad en ocasiones demasiado grande para los provincianos. Menos mal que tenía como apoyo a su amigo de la infancia, Émile Zola. Se matricula en la Académie Suisse. Allí conoce a Armand Guillaumin, Auguste Renoir y Claude Monet. Pero sobre todo marcará una inflexión en su obra otro de los que allí acude, Camille Pissarro. Sus contactos con él le harán virar, más adelante, su paleta de colores a otros más vivos, más llenos de luz.

Museo del Louvre. Era el libro que tenía que leer, que tenía que estudiar. Sólo un niño delante de los regalos de Navidad entendería lo que él sentía allí. Copia un poco de todos los grandes. Rubens, Caravaggio, el Greco, Zurbarán, Velázquez... Pero el que más le impresiona es Eugène Delacroix. Tenía una pintura que le llegaba a lo más hondo, expresaba los sentimientos de sus personajes de una forma casi vehemente. Sus cuadros contaban su historia perfectamente entremezclada con los sentimientos de sus personajes. Embebido en tanto arte se anima y se presenta al examen de la Escuela de Bellas Artes. Una cálida mañana llega la carta con el resultado. El temor que tiene a abrirla es un anticipo de la cruel realidad. Un torpedo estalla en su autoestima. Le dicen que no. En apenas seis meses se siente un fracasado y deja la gran ciudad para volver a casa y trabajar en el banco de su padre.

De nuevo en la Provenza. El banco y sus libros le aburren soberanamente. Su carácter, que nunca ha sido un derroche de simpatía, es cada vez más huraño. Vuelve a la academia de pintura. Su padre le ve triste, abatido y comprende que eso no es para su hijo. Le asigna una paga de 150 francos al mes y le anima a que retome su vocación. En noviembre de 1862 regresa a París. Vivirá una época de su vida a caballo entre la capital y su ciudad natal. Eso sí, no logra que le admitan ninguno de sus cuadros en los circuitos artísticos “oficiales”.

1869. Ya ha inaugurado la treintena. De nuevo en París. Hoy toca el posado de una modelo femenina. Algo hay en ella que le llama la atención. Sus miradas no paran de cruzarse.  Con 19 años Hortense Fiquet, encuadernadora de profesión, posa ocasionalmente para completar su sueldo. Se inicia el romance y en poco tiempo se van a vivir juntos. Eso sí, en secreto. Su padre no toleraría esa relación. Curiosamente él vivió con su madre cinco años antes de casarse. La vida hace que, en ocasiones, los más licenciosos se conviertan en los abanderados más destacados de la virtuosidad. En tan sólo un año la pareja abandona la ciudad y se trasladan a L´Estaque, un pueblo costero cercano a Marsella. La Guerra Franco-Prusiana, iniciada en julio de 1870, le obliga a ello para evitar ser llamado a filas. Ese año acabaría en su obra los que los estudiosos llaman su Etapa romántica, iniciada en 1861, una etapa por la que, probablemente nunca hubiera pasado a la historia de la pintura.

4 de enero de 1872. Nace el pequeño Paul, el primer y único hijo de la pareja. Como en muchas ocasiones, cuando un bebé ocupa la cuna la pasión se escapa por la ventana. Eso se refleja en los retratos que hizo de su compañera, en los que se ve lo que podía ser una institutriz asexuada, carente de belleza, con un cuerpo sin formas, siempre tapada por vestidos obsoletos. Retratos carentes del más mínimo guiño a la sensualidad y menos a la concupiscencia. En verano se van a Pontoise, una pequeña localidad cercana a París, invitados por su viejo amigo Camille Pissarro. Esta estancia le hace entrar de cabeza en lo que se llamará su etapa impresionista, que durará hasta 1878. Al finalizar el año se traslada, esta vez ya solo, a la casa del doctor Gachet, en la cercana Auvers-sur-Oise. Éste le aloja y compra varias de sus obras. Es la etapa en la que conocerá a otro pintor con el que, un siglo después y sin que nunca lo supiera ninguno de los dos, competiría por ocupar una de las plazas de los cuadros más caros del mundo, Vincent Van Gogh. Tras ver varias de sus pinturas Cézanne le dijo: “Usted, señor mío, positivamente pinta como un loco”.

Abril de 1874. Hartos de no ser admitidos dentro de los círculos oficiales varios pintores organizan su propia exposición en el estudio parisino del fotógrafo Nadar. Se autodenominan la Sociedad Anónima Cooperativa de Artistas. Las críticas son despectivas con ellos. El público les da la espalda y apenas la visitan en dos meses 3.500 personas. Si este evento se celebrara hoy en día habría que hacerlo, para garantizar su seguridad, en Fort Knox. Participaron Monet, Boudin, Cézanne, Pissarro, Renoir, Sisley, Gautier, Morisot y Bracquemond. Curiosas vueltas que da la vida.

Durante sus múltiples estancias fuera de París su mujer y su hijo no van con él. En 1878 el padre de Cézanne se entera de la existencia de ambos. El enfado que esto le produce se traduce en una bajada de su asignación monetaria. Es entonces cuando Zola, que ya es un renombrado escritor con muy buenas ventas de sus libros, se hace cargo de sus gastos. Curioso hasta dónde llegó en la literatura alguien que no logró acabar el bachiller. Ese mismo año comienza en la pintura de Cézanne lo que se denomina su etapa constructiva, que llegará hasta 1887. Supera los planteamientos del impresionismo. Para él se basa demasiado en la superficialidad. Busca más materializar las sensaciones propias que le produce, sobre todo, la naturaleza, tanto viva como muerta, y el cuerpo humano. Viaja por toda Francia, buscando lugares que le impacten. Se aleja del mundo cada vez más.

1886. Un año especial en su vida. Su madre y su hermana Marie quieren poner fin al desarraigo de la familia de Paul. Lo convencen para que se case con Hortense, lo que ocurre el 18 de abril. Como tantas veces el matrimonio no solucionó nada en una pareja rota ya de por sí. En octubre fallece su padre. Aunque los 400.000 francos que le deja en herencia le soluciona económicamente su vida para siempre, su pérdida le produce un gran impacto emocional. Para culminar las desgracias ese mismo año su amigo Zola publica su libro “la obra”. En ella relata la vida de un pintor fracasado, sumido en sus pensamientos destructivos y enfadado con el mundo que le rodea. Cézanne se da por aludido y no volverán a hablarse nunca más.

Cada vez más recluido en sí mismo y en su pintura se hace más y más eremita. En 1890 saldría de Aix por última vez. Iría a Suiza con su familia. Fue un desastre. Él volvió a la Provenza y el resto de la familia a París. Ese mismo año comenzarían sus problemas con la diabetes. Evidentemente, con su personalidad, nadie era capaz de hacerle entrar en razón para que se cuidara físicamente. Eso que, a mayores, desde su primera bronquitis en 1877 sus pulmones no estaban para muchos bailes. Sin embargo, ya se encontraba a nivel creativo dentro de la denominada etapa sintética. Es cuando plasma en sus lienzos la serie de los jugadores de cartas (uno de ellos es uno de los 10 cuadros más caros de la historia al haberse vendido por 250 millones de dólares), sus naturalezas muertas y bodegones, sus bañistas y su querida montaña de Sainte-Victorie. Como había dicho unos años antes a su amigo Gustave Geffroy quería “asombrar a París con una manzana”. Al final lo lograría. Esta fase de su obra se considera el punto de partida del cubismo. Se basaba en que había que “tratar a la naturaleza por medio del cilindro, la esfera y el cono”.

Diciembre de 1895. El joven marchante de arte Ambroise Vollard organiza la primera exposición en solitario de las obras de Cézanne. Le ayuda su hijo Paul. Todo son halagos de otros pintores y, por fin, del público. Esto le ganó el sobrenombre de “pintor de pintores”. Más adelante sería el punto de referencia para otros como Picasso o Gaugin. En 1897 muere su madre lo que ahonda sus problemas de aislamiento. Ya desde ese año sus cuadros empiezan a estar muy cotizados. Tienen de media el nada despreciable precio de 1.700 francos.

1901. Colina de Les Lauves, al norte de Aix. Cézanne está paseando por aquel lugar. Siempre le ha gustado. Está en plena naturaleza y se ve sin problema su querida montaña. Ahora que el dinero no es un problema es hora de hacer un estudio. Ya son 11 años con su diabetes y sus piernas no son lo que eran. Le encantan sus paseos en busca del cuadro perfecto, al encuentro de la perspectiva imposible. Pero, en ocasiones, el cuerpo no llega donde quiere ir el alma. Necesita un estudio para esos días nefastos en que no siente las piernas, en que la boca no hace más que pedir agua, en que hay que parar cada quince minutos para evitar que la vejiga rebose. Compró la finca y, en septiembre del año siguiente, ya tenía hecho su estudio. Era una habitación espaciosa, con un amplio ventanal hacia la montaña. Dentro lo justo. Una balda con sus tarros, los muebles aunque escasos si los justos para pintar bodegones, sus útiles de pintura y poco más. Allí acabaría sus últimas obras, entre las que destacan sus cuadros sobre bañistas, inicio del estilo abstracto en pintura.

15 de octubre de 1906. En agosto había tenido su última bronquitis. Primera hora de la mañana. Se pertrecha para salir al campo. En su mochila van sus útiles de pintura. El par de cantimploras no puede faltar. Muchas veces no están fácil encontrar una fuente para calmar su sed pertinaz. La silla plegable es otro de sus compañeros habituales. Cada día le sujetan menos las piernas. Completa sus pertrechos con su sombrero y su bastón, que más parece un callado. Todo ello junto a su barba larga y descuidada le confería el aspecto de un vagabundo en busca de limosna. Aunque unos nubarrones oscuros resaltan en el horizonte no les da mayor importancia y sale, como muchos días, para trabajar en plena naturaleza. En medio del campo se encuentra con la tormenta. Llueve sin tregua. Busca refugio. Aunque el agua cae alrededor se olvida de beber y se empieza a encontrar mal, muy mal. Probablemente su azúcar está en niveles muy altos. La cabeza se le va. A duras penas llega al camino, donde se desmaya. Tiempo después le encuentran tendido en el suelo y empapado unos agricultores que vuelven en su carro. Le devuelven a su casa medio muerto. Su doncella a base de taparle y masajearle las piernas logra que vuelva en sí. Se niega a llamar al médico y, lejos de descansar, al día siguiente se pone de nuevo con sus lienzos. Al final logra que la neumonía le venza, pero esta vez para siempre. El 22 de octubre de 1906 fallece en su piso de Aix-en-Provence.

Paul Cézanne a lo largo de su vida pintó unos 900 óleos y unas 400 acuarelas. Hoy en día es uno de los pintores más cotizados del mundo. Buscó transmitir el sentimiento a sus obras, alejándose de hacer simples fotografías de lo que veía. Intentó plasmar la perspectiva de ambos ojos y que el color fuera el que marcara las líneas de división entre las distintas formas, lo que hizo que nunca trabajara con bocetos. Pese que al final de su vida tuvo un reconocimiento mundial, sobre todo por otros pintores, pasó gran parte de ella relegado al ostracismo y a la burla. Por lo menos la situación de su familia no le hizo soportar penalidades económicas, como le sucedió a otros grandes pintores. Al final se fue a los 67 años. Sus restos están en el cementerio de su Aix natal, junto a la tumba de sus padres. Su vida de pareja fue finalmente tan calamitosa que su mujer, a la que desheredó, está enterrada en París, lejos de él.