SABÍAS QUE...

Leonard Thompson
27 años

Dr. Juan Carlos Álvarez Torices

Centro de Salud Eras de Renueva. León

 

Aquella era una tarde de trabajo más para Kate. Desde el mostrador de la recepción de urgencias del Hospital General de Toronto casi daba gusto oír el golpear del agua de aquella tormenta sobre los cristales. Pese a sus poco más de 30 años, era ya veterana en el puesto y sabía que a más agua menos trabajo. Había que sentirse realmente enfermo para acercarse a un hospital aquella tarde de 1935. De repente, su letargo se interrumpió por el reflejo de una luz intermitente en las columnas de la entrada. Oyó cómo el motor de la ambulancia se paraba y, antes de que descolgara el teléfono para avisar al personal, ya estaban entrando los dos paramédicos con su paciente. Era un muchacho manchado de la sangre que manaba por sus heridas. Probablemente, varias fracturas acompañaban a lo que se observaba a simple vista. Desde luego, el tortazo que se había dado (con una moto, según decían los que lo trajeron) había sido de los buenos. En menos de dos minutos ya lo habían desnudado y lo habían pasado a la sala de curas. Pero hoy le tocaba el papeleo. Uno de los policías que acompañaban a la ambulancia le pasó la cartera del herido. «Leonard Thompson», ponía su carné de conducir. ¡Cómo le sonaba aquel nombre! Pero ¡eran tantos los que había oído a lo largo de su aún corta carrera! Llamó a admisión para que le trajeran su historial, si es que existía. En apenas cinco minutos se lo subió Liam, un muchacho que apenas había superado la adolescencia, cosa que se notaba por su aún prominente acné, y que se ganaba unos dólares en los archivos para ayudar a costear su carrera de medicina. Bastó un sencillo «buenas tardes» para que pareciera que la luz roja de la ambulancia estaba enfocando directamente su cara. Kate sabía que, pese a la diferencia de edad, ella le gustaba al muchacho más que a un tonto un lápiz. Esto, en el fondo, la halagaba. Pero ya se le pasaría al chaval. De momento le valía para que, cuando él estaba allí abajo, si les pedía algo, se lo subieran en un abrir y cerrar de ojos.

Empezó a leer: «Diabetes diagnosticada en diciembre de 1919. Ingreso del 2 de diciembre de 1921: desnutrido, peso de 30 kg, fetor cetósico, glucosuria de 71 g y glucemia de 580 mg/dl. Se le prescribe una dieta con 450 calorías. Sin resultado. Es de esperar un óbito próximo». Ahora todo le vino a la mente. Ella estaba acabando sus estudios de enfermería. Había elegido estudiar en el Toronto General Hospital’s School for Nurses por su fama de formar muy bien a sus alumnas. Canadá era un país privilegiado para ejercer y estudiar su profesión; no en vano fue el primero que dio el grado de oficial a sus enfermeras durante la Primera Guerra Mundial (mientras que los demás las consideraban personal civil), algo que, de golpe, las elevó de categoría social.

En aquellos días Kate estaba en el Servicio de Medicina Interna. El profesor Duncan Graham, el jefe, llevaba unos días en los que cada dos por tres se reunía con los Dres. Macleod y Banting. Ella atendía, entre otros, al pobre Leonard. Veía que aquel montón de huesos y pellejos se les iba por momentos. No entendía cómo la vida podía ser tan cruel con un muchacho de apenas 14 años. Era un muerto en vida. Llegó el 11 de enero de 1922. Por fin el Dr. Graham había dado su visto bueno. El Dr. Walter Campbell, jefe del turno aquel día, ordenó al Dr. Ed Jeffrey inyectar la primera dosis de lo que llamaban «extracto pancreático». Ella le ayudó con los preparativos de aquel líquido. Era tan turbio que tenía un color marrón claro. Parecía mentira que en aquellas nalgas, prácticamente sin carne, fuera capaz de inyectar los 15 cm3 que tenía preparados el pobre Dr. Jeffrey. Al final puso 7,5 cm3 en cada una. Luego vino la espera y las nuevas pruebas. La cara de decepción del equipo médico reflejaba que los resultados no habían sido los esperados. Apenas una disminución de un 25 % en la glucemia y una glucosuria algo aminorada. Además, el paciente apenas notaba mejoría en su clínica. Para colmo, apareció un absceso estéril en uno de los puntos de inyección. Ya le habían dado trabajo a ella para unas semanas, si es que el paciente seguía vivo.

Apenas pasaron unos días. Volvió el revuelo. Era el 23 de enero. Esta vez lo que había en el frasco era mucho más trasparente. Al parecer, un químico que tenían en el equipo del «isletin» lo había purificado. Esta vez la administración era de menos líquido y por vía subcutánea. Aquello funcionó mucho mejor. Leonard volvía a la vida. Los Dres. Campbell y Fletcher estaban todo el día al acecho para prevenir y tratar las posibles complicaciones que aparecieran. En febrero añadieron otros seis pacientes más para recibir el mismo tratamiento. Daba gusto ver cómo aquellos cuerpos volvían a ser humanos; cómo, por arte de magia, dejaban de ser unos muertos vivientes.

Quién le iba a decir que, 13 años después, aquel muchacho de aspecto normal, al que su motocicleta le había jugado una mala pasada, era el mismo Leonard. Unos días después volvió a acordarse de él. Cuando tuvo un momento libre en urgencias llamó a su compañera de la planta para preguntar por su estado. Las noticias no eran buenas. Las fracturas y la contusión costal se habían complicado con una neumonía. Había fallecido esa misma mañana. Otro canadiense más que moría joven (algo demasiado común en ese país, pues en la Primera Guerra Mundial habían muerto 67 000 soldados, una tasa muy alta para 8 millones de habitantes y un conflicto que quedaba a más de 6.000 km de su casa).

Hasta el día que murió, Leonard Thompson, un simple trabajador en una fábrica de fármacos y productos químicos, era el ser humano que más tiempo llevaba vivo gracias a ese fármaco llamado insulina. Además, es la persona que, por lo menos para el que escribe estas líneas, zanja la discusión acerca de quién inventó la insulina, cuando hablamos de ella como un tratamiento para el uso humano.

Es curioso ver, cuando uno lee, artículo tras artículo, sobre el fármaco que posiblemente más vidas ha salvado tras la penicilina, que hay un interés, que me parece casi enfermizo, por quitar el mérito al equipo canadiense. Es evidente que hay que distinguir dos cosas bien distintas. La insulina como hormona, que tiene importancia para el conocimiento de la fisiología humana, y la insulina como fármaco, que salva vidas.

En cuanto a la primera, la hormona, ya dejaron constancia de su existencia en 1889 Josef von Mering y Oskar Minkowski, tras la pancreatectomía realizada en un perro. Fueron los que dieron el primer paso hacia adelante, pues, aunque Paul Langerhans en 1869 había descrito los islotes que llevan su nombre, no se puso a pensar en su función. Posteriormente, vinieron los trabajos con extractos de páncreas. El primero fue Capparelli, que en 1892 observó la reducción de la glucosa en un perro pancreatectomizado con la administración de un triturado de páncreas fresco en una solución salina por vía intraabdominal. Luego vino el alemán Georg Ludwig Zuelzer. Comenzó sus trabajos en 1906 y aplicó por primera vez su extracto a un humano en 1907. Este sobrevivió apenas un mes. Llegó a registrar dicho extracto en 1912 con el nombre de Acomatol®. Sin embargo, la aparición de una serie de efectos secundarios graves hizo que se suspendiera su empleo en humanos. También trabajaron con extractos (antes que los canadienses), entre otros, los equipos de investigación formados por John R. Murlin y Benjamin Kramer y el de Israel Kleiner y Samuel Meltzer. Igualmente, sin resultados aplicables a la clínica.

Un caso extraño es la obstinación de algunos prebostes de la medicina por las aportaciones al respecto del profesor de Fisiología de la Universidad de Bucarest Nicolae Constantin Paulescu. El colmo llegó en el año 2002, cuando la Academia de Ciencias de Rumania, la European Association for the Study of Diabetes (EASD) y la International Diabetes Federation (IDF) programaron para el 27 de agosto de 2003 un acto en su homenaje en París. Todo preparado, un premio que llevaba su nombre, una conferencia conmemorativa que presentaría el profesor Geremia Bolli en la ceremonia final del programa... Todo por el desagravio del eminente profesor que, en el fondo, no había conseguido nada más allá que Zuelzer, pues él mismo reconocía que su extracto no se podía emplear por mucho tiempo en humanos, dados sus efectos secundarios. Una pena que por aquel entonces no existiera Instagram. Plasmar la cara de tan eminentes médicos, con toda la parafernalia inherente a un “megacongreso” ya en marcha, cuando supieron que unos señores de nariz aguileña y que habitualmente usan un kipá (el gorro que apenas cubre la coronilla y que portan los judíos en sus ceremonias) del Centro Simon Wiesenthal habían enviado una carta al ministro de salud francés, Jean-François Mattei, y al embajador rumano en París solicitando la cancelación del evento. El argumento, del que existían pruebas fehacientes, era que Paulescu había sido un antisemita que había publicado varios escritos que incitaban al odio contra el pueblo de Israel. Vamos, un nazi de tomo y lomo. Ya ve el lector que las meteduras de pata soberanas no son patente de los habitantes de la península ibérica.

No contentos con todo lo anterior, están las disquisiciones, que surgen del mismo origen anteriormente mencionado, sobre el peso de cada uno de los componentes del equipo canadiense. Hablamos de Frederick G. Banting, Charles H. Best, James B. Collip y John J. R. Macleod (nombrados por orden alfabético de apellidos, para evitar suspicacias). Parece que el establishment médico no puede aceptar que un médico paleto, o sea, Banting, junto con un alumno de medicina, Best, iniciaron y desarrollaron lo que llevó, junto con las importantes aportaciones de los otros dos ya mencionados, a la aparición de la insulina-fármaco. O, tal vez, un médico de familia (también paleto) como el que escribe estas líneas no ve el asunto de la misma forma.

Una comparación de lo que ocurrió en Canadá, que creo que le explicará esto con más claridad al lector, es la que se puede hacer con el mayor fenómeno musical del pop de todos los tiempos, es decir, con The Beatles (no sea que los más jóvenes crean que se trata de Justin Bieber, Lady Gaga o las Spice Girls). Dos chavales de Liverpool tenían ideas novedosas para sus canciones. Eran John Lennon y Paul McCartney. El equivalente para la insulina son Banting y Best (y pido mil disculpas a los acólitos del grupo inglés por esta herejía). Un tal Brian Epstein observó que los clientes le pedían una adaptación de la canción tradicional My Bonnie de un grupo desconocido llamado The Beatles. Decidió a ir a escucharlos al local The Cavern y, al final, acabaría siendo su mánager. Epstein era el propietario de una serie de tiendas de música y conocía bien el negocio de la distribución musical. En nuestro caso, su equivalente sería Macleod, que era el profesor que sabía de endocrinología, de estudios, de cómo hacer una pancreatectomía... Eso sí, en el caso de los Fab Four su mánager no se marchó, en pleno proceso de la investigación, dos meses de vacaciones a su Escocia natal dejándoles unos pocos perros y un laboratorio cochambroso y sucio que no usaba nadie desde hacía mucho tiempo. No obstante, a la vuelta, cuando supo que el perro 33, Marjorie, había sobrevivido 70 días después de la pancreatectomía con la aplicación del extracto que habían conseguido, todo cambió. Brian Epstein hizo que los Beatles cambiaran de aspecto y de comportamiento y consiguió que el productor de una pequeña discográfica, la EMI-Parlophone, que se dedicaba más a la música clásica, grabara y produjera su primer disco (y casi todos los demás). Se daba cuenta de que, por aquel entonces, los conocimientos musicales de los chicos apenas pasaban de cuatro acordes. Apareció entonces en escena George Martin. En el caso de los canadienses, Macleod incluyó en el equipo a un bioquímico excelente. Era James Collip, nuestro equivalente a sir George Martin. Tenía que solventar todos los problemas con la purificación de la sustancia usando los métodos que Banting y Best no dominaban. En el caso de The Beatles, el productor les hizo cambiar de batería (el pobre Pete Best se quedó compuesto y sin novia, mientras aparecía en escena el singular Ringo Starr), modificó ritmos, sustituyó algunos solos de guitarra por armónicas o pianos (cuando a George Harrison no le daban los dedos, pues hay que reconocer que, al principio, era un poco torpe. Los 20 años recién cumplidos se le notaban). Y llegó el primer sencillo: Love Me Do. Llega al número 17 de las listas. Su equivalente: la primera vez que ponen la insulina a Leonard baja algo el azúcar, pero no todo lo esperado. La segunda canción de The Beatles en single, Please, Please Me, con más trabajo de Martin, ya llega al número uno de la lista del New Musical Express. En Canadá, la segunda prueba de la insulina, purificada por el excelente trabajo de Collip (hay que tener en cuenta que, años después, descubriría la parathormona, así que era un hombre que eso del laboratorio lo bordaba), funciona. Y ahí se inicia el resto de la vida de Leonard Thompson. Con posterioridad, en el caso del cuarteto de Liverpool, Epstein arregló los contratos, las giras y, lo que realmente hizo de la Beatlemanía un fenómeno universal, logró que la Capitol Records los catapultara a lo más alto de Estados Unidos. Nos guste o no, conquistar el mercado estadounidense es conquistar el mercado mundial. En Canadá fue Macleod el que inició las negociaciones con George Clowes, uno de los directivos de la farmacéutica estadounidense Eli Lilly and Company. El laboratorio canadiense Connaught producía la insulina en muy pequeñas cantidades. George Walden, el químico jefe de Lilly, halló la forma de ser mucho más eficiente en la extracción de la insulina, a la par que contar con millones de páncreas procedentes de los mataderos yanquis. Y la «insulinomanía» comenzó, y no ha parado hasta hoy.

Al final, Leonard Thompson, un muchacho de clase baja, ha pasado a la historia por ser el primer superviviente de una diabetes mellitus tipo 1 debido a la insulina, un fármaco desarrollado por los canadienses Banting, Best, Collip y Macleod y que, en apenas dos años, se extendió por todo el mundo como una gota de aceite. Nadie lo había logrado antes, le pese a quien le pese.