SABÍAS QUE...

Syd Barrett
60 años

Dr. Juan Carlos Álvarez Torices. Centro de Salud Eras de Renueva. León

 

Syd Barrett. El genio que voló tan alto que nunca regresó

Londres, 1973. Pese a estar cerca del mediodía, apenas entra luz en la estancia. El cielo plomizo, característico de la transición inglesa entre el invierno y la primavera, unido a unos cristales que hacía mucho tiempo que no eran acariciados por un trapo, eran los culpables. Un aire casi irrespirable, mezcla de la falta de ventilación y de un consumo compulsivo de tabaco, invadía aquella habitación decorada con una serie de muebles que parecían no tener ningún parentesco entre ellos.

 

Roger abrió el paquete que unos minutos antes le había traído un mensajero. Era un vinilo. Su carpeta desplegable estaba dominada por el color negro. Delante, un haz de luz que entra en un prisma y se descompone en un arco iris. Dentro, el trazado de un electrocardiograma. Sin ningún cuidado sacó el contenido de su interior y lo colocó en un destartalado tocadiscos. Tras el chasquido inicial, típico de cuando la aguja busca su surco, se abre paso el sonido. Son unos latidos a los que siguen unos toques de guitarra. Luego la voz de su viejo amigo Dave, los teclados, unos pasos y, por fin, un tronar de campanas de reloj que dan paso al resto de la obra. No obstante, nunca sabremos cómo sonaba realmente aquel disco en la cabeza de Roger Keith Syd Barrett (Cambridge, 6 de enero de 1946-7 de julio de 2006). Su cerebro ya estaba demasiado alterado. El LSD había producido demasiados cortocircuitos en él o, simplemente, había dejado en libertad a una esquizofrenia latente. Tenía en sus manos una obra que pasaría a la historia de la música, The Dark Side of the Moon. Número uno en medio mundo y 17 años en las listas norteamericanas. Eran sus viejos colegas y amigos Roger (Waters), Richard (Wright) y Nick (Mason). Pero esta vez, como desde hacía ya un lustro, no estaba él. Su lugar lo ocupaba otro de sus amigos, Dave (Gilmour). Incluso fue Syd quien les dio el nombre. Les bautizó como The Pink Floyd Sound y acabaron tan solo como Pink Floyd. Sus pensamientos estaban tan fuera de este mundo que era muy dudoso que pudiera darse cuenta que Waters, al que conocía desde el instituto, le había dedicado los temas Brain Damage (daño cerebral) y Eclipse.

 

Doce años antes. Aquel mes de diciembre hacía un frío de muerte. Allí, como tantos otros días, en un banco del jardín del Cambridgeshire High School for Boys, están sentados dos chavales de 15 y 17 años. Esta vez los dos Roger (Barrett y Waters) no están, como siempre, hablando de música y fumando como posesos. Hoy a Syd se le ha desplomado parte de su mundo. Su padre acaba de fallecer. Apenas faltaba un mes para su 16 cumpleaños y la vida le hacía ese duro regalo. Unas semanas antes le habían comunicado al insigne patólogo que tenía un cáncer inoperable. Tenía solo 52 años. La persona que le había animado a seguir con sus aficiones musicales desde que, con únicamente 11 años, le regalaron un ukelele, ya no estaba. Ahora ambos eran huérfanos. Waters sabía lo que era la falta de un padre. No tenía recuerdos del suyo. Había sido uno de los 4400 muertos aliados en la batalla de Anzio, al sur de Roma. Ocurrió en febrero de 1944 y él solo tenía unos meses de vida. Tras la muerte de su progenitor, la madre de Syd le animó a que hiciera más actuaciones con la banda en la que estaba. Se llamaba Geoff Mott and The Mottoes. Quería que su hijo dejara un poco de lado la tristeza que le embargaba. Así lo hizo. Aquello cumplió su objetivo, pero musicalmente no llegaron a nada.

 

Septiembre de 1962. Syd fue al Cambridge Technical College. Allí conoció a Dave Gilmour. Pasaban mucho tiempo juntos, tocando la guitarra. Dave era mucho más diestro que él con ese instrumento y fue mucho lo que le enseñó. En 1963 llegó el impacto de los Beatles. Luego los Rolling Stones. Ambos grupos le marcaron e hicieron que quisiera seguir por el camino de la música.

 

Londres, 1965. Había ido a estudiar y aprovecha para unirse a la banda de su viejo amigo Waters. Por entonces se llamaban los Tea Set. Con ellos estaban Wright y Mason junto a Bob Klose, aunque este pronto les dejó para acabar su licenciatura de arquitectura. Cambiaron su nombre en 1965, cuando coincidieron con otra banda que se llamaba igual. Ese año también empezó una nueva tendencia musical en la que Syd se encontraba como un pez en el agua. Era la psicodelia, cuyo pistoletazo de salida lo dio el álbum Revolver de los Beatles. Pero también comenzó el principio de su fin. Se inició en el consumo de LSD. Fruto de sus cada vez más frecuentes viajes, vinieron las excentricidades y el jugueteo con las sectas, aunque de este último escapó.

 

La psicodelia triunfa. En 1966, en el club UFO de Londres, la catedral de este nuevo movimiento, los Pink Floyd son ya el grupo rey. No es solo música. Es una forma de vida. Flores, paz, sexo libre (a lo que había ayudado la aparición de la píldora anticonceptiva), ropas de múltiples colores, cuellos inmensos y pantalones con unas amplias campanas. Eso sí, acompañados de las imprescindibles gafas de sol a todas horas, necesarias para ocultar los estragos que deja en las cuencas de los ojos el uso habitual de, entre otros, el cannabis y los alucinógenos. Syd está a sus anchas. Por ahora el LSD abre su creatividad. Aún, en su viaje cósmico, sigue pisando tierra. Tiene una novia y múltiples escarceos. Pero, sobre todo, compone buenas canciones. Sin querer ha cogido las riendas del grupo.

 

Llega 1967. Firman con la discográfica EMI. Primero el single Arnold Layne y después See Emily Play, que es un éxito. Las dos las ha compuesto Syd. Ya tienen las puertas abiertas para un LP. Por fin estaban allí los cuatro, en el Vaticano de la música. Eran los estudios de Abbey Road, donde grababan sus majestades los Beatles. El disco se titularía The Piper at the Gates of Dawn (El gaitero en las puertas del amanecer). Era increíble, pero les dejaban grabar lo que quisieran. A cambio, la parte monetaria para el grupo era, inicialmente, bastante modesta. Únicamente 5000 libras. Las grabaciones les llevaron al estudio entre el 21 de febrero al 21 de mayo. Al final, el disco estaba en la calle el 5 de agosto. Dos meses después del Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band de los Beatles. Incluso habían coincidido con ellos en los estudios. Llegan al número 6. El gaitero era psicodelia en estado puro. Su portada, una visión caleidoscópica del grupo. Su música, una mezcla de composiciones con poco o mucho LSD. Incluso un tema instrumental de casi 10 minutos, algo que no era habitual por aquellos tiempos. Pero Barrett cada vez estaba más deteriorado mentalmente. Los «viajes» eran continuos. Llegaba a tomar hasta cuatro dosis al día. Aquel chico que una vez fue alegre, interesante y de ojos intensos se había convertido en una especie de zombi. Tenía una mirada perdida, vacía, casi de muerto. A ello se unían numerosos episodios catatónicos, en los que se quedaba inmóvil, con su guitarra colgada del cuello. No obstante, estos eran mejores que las fases de explosividad, con frecuentes ráfagas agresivas. Se estaba desconectando del mundo real. En el escenario, en unas ocasiones se quedaba tocando la misma nota, una y otra vez, mientras que, en otras, el silencio era absoluto. Ya no reconocía casi a sus amigos. Incluso se desorientaba con facilidad. En una ocasión, estando en los Ángeles, llegó a creer firmemente que aquello era Las Vegas.

 

Principios de 1968. Las cosas estaban en un punto tal que el resto de la banda lo dejaba en tierra de mano. Preferían a un sustituto que hiciera su trabajo que al «genial» Barrett totalmente en off. Desde diciembre de 1967 el puesto lo ocupaba Dave Gilmour, su viejo amigo. Iba con ellos a los conciertos y cubría el papel de Syd cuando este entraba en sus viajes mentales sobre el escenario. El 20 de enero sería el último concierto con ese Pink Floyd de cinco miembros. La siguiente idea fue dejarle solo de compositor, sin conciertos ni demasiadas sesiones de grabación. Como los Beach Boys hacían con Brian Wilson, también con problemas mentales. Pero no cuajó. Las composiciones de Barrett eran cada vez más difíciles y abstractas. Al menos Wilson, en plena enfermedad mental, había compuesto Good Vibrations. Al final, el 6 de abril de 1968, Syd quedaba oficialmente fuera de Pink Floyd.

 

Luego empezó su carrera como solista. A la discográfica le parecía que podía merecer la pena tirar con el exlíder de una banda de tanto éxito. The Madcap Laughs y Barrett, ambos de 1970, fueron sus álbumes. El primero con la colaboración de Gilmour y Waters, el segundo con Gilmour y Wright. Sus excolegas tuvieron mucho trabajo para intentar que saliera algo de ahí. Tan pronto hacía algo inconexo como una genialidad. Eso sí, nunca lograban que tocara dos veces la misma melodía. Más tarde, algunos singles, álbumes incompletos, algunas actuaciones… En agosto de 1974 haría sus últimas grabaciones y sería el adiós definitivo a la música.

 

Cinco de junio de 1975. Es la boda de Gilmour. Todos los Pink Floyd le han acompañado al juzgado para ser testigos de la misma. Luego toca ir al trabajo. Hay que acabar a tiempo el disco que tienen entre manos. Una calle salpicada de árboles sin apenas tráfico. Aquel edificio de dos plantas, de blanco impoluto, tan solo roto por el gris que rodeaba puertas y ventanas, apenas llamaría la atención si no fuera por la inscripción que culmina la puerta. Una frase corta pero clara, Abbey Road Studios. Ese día, al otro lado del cristal, reinaba la oscuridad. No era el momento de usar los instrumentos. Brian Humphries, su ingeniero, estaba sentado frente a la mesa de mezclas. Hoy tenían que trabajar con ella. Observan que, al fondo, en uno de los sofás, hay un personaje extraño. Nadie sabía cómo había entrado. Era una persona obesa, con la cabeza y las cejas totalmente afeitadas. Está mal vestido y muy quieto. Sus manos ocupadas por una bolsa de plástico. Se le oye un chirrido de dientes muy molesto. Todos se preguntaban quién era. De repente uno dice: «¡Es Syd!». A Waters y a Wright se les saltaban las lágrimas. Tras varios años sin verle tienen delante a un viejo que no llega a los 30, con aquel lamentable aspecto. Ese día están con las mezclas de Shine on You Crazy Diamond. Curiosamente es una de las canciones que habían dedicado a su viejo compañero, tanto por la letra como por las iniciales (la otra era Wish You Were Here). Fue una experiencia muy traumática. Intentan hablar con él. Solo unas pocas frases sin sentido: «He engordado porque como muchas chuletas de cerdo»; «Estoy listo para trabajar»; «Esta canción suena un poco antigua». Su mirada perdida en el infinito, sus manos temblorosas, su cerebro ausente. Luego fueron todos a la cafetería de EMI, donde era el ágape de la boda. Allí Syd se escabulló y no lo volvieron a ver nunca más.

El número 6 de St Margaret's Square, en Cambridge. Una calle sin salida. La típica casa adosada de los años 30. Dos plantas, algo de ladrillo visto, un jardín delantero y, por detrás, otro de mayor tamaño. Habitaciones también típicamente inglesas, o sea, no muy grandes. Era la casa de Winifred, la madre de Syd. Volvió a vivir con ella en 1981. Tuvo una pequeña escapada a Londres en 1982. Sin embargo, fue tal el sufrimiento que produjo en su interior la gran ciudad que, ni corto ni perezoso, para volver a casa recorrió a pie los 80 km que la separan de su ciudad natal.

 

Allí estuvo hasta el final de su vida. Primeramente al cuidado de su madre. Al poco de llegar podó todo el jardín, un jardín que los anteriores dueños tenían inmaculado. No era de extrañar, trabajaban en el jardín botánico de la ciudad. Después hizo allí mismo una gran hoguera con todos los troncos. Una humareda que en nada agradó a sus vecinos. Su estado mental era catastrófico. Con frecuencia se le oía chillar. No era raro verle tirar multitud de objetos por las ventanas. Los cristales saltaban por los aires. Su césped parecía, en muchas ocasiones, la cama de un faquir. Otras veces permanecía inmóvil durante horas. Dedicaba su tiempo al bricolaje, a oír jazz, a sus pinturas abstractas. Cuando ya tenía muchas las quemaba en el jardín. Más y más hogueras. Pintó toda la casa. Una habitación de naranja, otra de azul y para el resto una combinación de naranja, azul y rosa. Tenía todo con estantes que él mismo fabricaba. Su obra dejaba claro que sus conocimientos de carpintería no eran ni siquiera aceptables. Incluso clavó un hipopótamo de juguete a una de las manecillas de las puertas, otra excentricidad más. Los vecinos estaban hartos de sus ruidos, de sus fogaratas, de sus rarezas. Su madre no hacía más que disculparse hasta que, un día, en uno de sus arrebatos, la agredió. Desde entonces y hasta su fallecimiento, la buena mujer vivió con Rosemary, la hermana de Syd. No obstante, pasaba todos los días por St Margaret's Square para ver cómo estaba el que entonces se llamaba de nuevo Roger. Cuando falleció Winifred, tomó su relevo Rosemary. Tenía cuidado en que tomara la medicación y que, al menos, en aquella casa no faltara lo imprescindible. También, una vez a la semana, se lo llevaba de compras. Era una manera de que saliera más allá de donde acababa la manzana. Ya por entonces ni siquiera se acordaba de que había sido el líder de un grupo muy famoso.

 

En 1998 fue el diagnóstico de la diabetes. Evidentemente, una persona acostumbrada a beber casi un litro de whisky al día y a fumar entre 50 y 60 cigarrillos no se cuidó en exceso. La comida se la hacía él mismo. No era infrecuente ver llamas en su cocina, fruto de su «habilidad» culinaria. De que su control glucémico no era el que debiera eran testigo sus pantalones, que empezaron a ser de dos tallas o más de la que precisaba. En muchas ocasiones salía vestido casi como un mendigo. Incluso llevaba los pantalones del pijama por la calle. Cuando iba con su vieja bicicleta, a la que distinguían tanto por sus chirridos como por aquella desvencijada cesta de mimbre en la parte delantera, era que ya marchaba algo más lejos. Generalmente era al banco, a por dinero. Era huraño con los vecinos, aunque no les negaba el saludo. Extrañamente, un día le vieron sonreír. En la casa de al lado estaban lavando el coche con una manguera. En su locura le hacía gracia que su vecino creyera que regando su automóvil se hacía más grande, como si fuera una planta.

 

Siete de julio de 2006. Rosemary llegó pronto. Tres semanas antes Roger había estado ingresado por su diabetes en el Hospital de Addenbrooke. El doctor la había dicho que, a mayores, había un cáncer de páncreas. Nada se podía hacer. Aunque Roger le había asegurado que iba a tener una temporada a una enfermera interna para que le cuidara, ella no estaba muy convencida de que lo hiciera. La casa estaba en silencio. Se dirigió al pequeño cuarto de atrás donde su hermano pasaba la mayor parte de su tiempo. Allí estaba. Aquel ser humano, que con solo 60 años parecía un anciano de 80, se había ido para siempre. Al menos su cuerpo. Su genial cerebro nos había abandonado unas cuantas décadas antes. Un cohete llamado LSD se lo había llevado a otra galaxia, de la que nunca volvió.

 

Luego vino el comunicado oficial. Ante los medios, Rosemary tuvo el apoyo y la presencia de Dave Gilmour y Roger Waters. Su hermano no dejaba de ser un icono de la música. Luego llegó el momento de hacerse cargo de sus cosas. La sorpresa fue su cuenta del banco. Había casi dos millones de libras. Gilmour se había ocupado personalmente de que le pagaran los royalties de toda su etapa relacionada con Pink Floyd. Un curioso colofón. Iban parejos el cuerpo y el alma. Un rico que vivía como un pobre y un genio que no razonaba más allá que un niño de seis años. Y el día de San Fermín de 2006 nos dejó. Se fue definitivamente a su planeta lejano, como el Principito de Saint-Exupéry.