SABÍAS QUE...

Homer Simpson
50 años

Dr. Juan Carlos Álvarez Torices.

Centro de Salud Eras de Renueva. León.

 

Una tarde más Lucía está sentada detrás de su mesa de trabajo. Tras el cristal de la ventana hay una niebla que apenas deja percibir las formas de los que se atreven a estar en la calle. Delante de ella una montaña de apuntes por estudiar y una taza de café que, por sí sola, perfuma la estancia. ¡Qué sería de los estudiantes de Medicina de hoy en día sin las cafeteras de cápsulas! Pues está claro, volverían a la italiana, como hicimos las generaciones anteriores.

Desde bien pequeña siempre había querido ser médico (médica para los puristas de lo que llaman «lenguaje no sexista»). Eso había limitado su vida personal desde los 16 años. Había que lograr buenas notas en el bachillerato para encarar con éxito la selectividad. Al final llegó a la famosa prueba y logó superar con creces la docena fatídica, puntuación que te permite acceder a la facultad de Medicina. Al final no entiende muy bien para qué tanto cuento. Ni políticos ni decanos saben hacer las cuentas y estamos en un país que no logra formar suficientes médicos para relevar a los que se jubilan, con lo que hay que importarlos del extranjero, mientras que muchos de sus compañeros de instituto, con auténtica vocación, se quedaron fuera por tener un mal día al rellenar el tema de Filosofía. Luego llegó la vida universitaria, con su fama de fiestas y pasarlo en grande ¡Y un cuerno! Hay que echarle tantas horas que apenas da para, algunos viernes, una hamburguesa en el McDonald’s, una cerveza después con los amigos y para casa, que mañana hay que estudiar. Todo eso para que, cuando ejerzas, te venga alguno de esos cuatreros del sistema, esos que van un sinfín de veces a consultar todo tipo de nimiedades ante las que, según ellos, sería necesario hacerles una resonancia o unos análisis «superespeciales», ya que están convencidos de que las pruebas diagnósticas son a la vez curativas, y te suelten al final que para lo bien pagado que estás con su dinero tienes que hacer lo que ellos digan. Menos mal que aún queda de esa gente que trabaja todo el día por cantidades irrisorias para tirar por sus hijos, esos jubilados que dan de comer a toda su prole, que está en paro, esa gente con educación y amabilidad, por la que ningún político se preocupa porque no protestan, esas personas que sufren y no tienen ningún «enchufe» para que alguien se haga cargo de sus problemas de salud. Aún merece la pena, en algunas ocasiones, ejercer la medicina.

Pues bien, hoy comienza con una nueva asignatura, la Endocrinología. Otra vez a vaciar el disco duro del cerebro para rellenarlo de nuevo. Ya han quedado atrás otras muchas materias. Mucho cuento con Bolonia, pero, al final, la carrera es más de lo mismo. Apenas nada ha cambiado desde que su madre pasó por el mismo camino, hace más de 30 años. Las asignaturas anuales ahora ocupan dos cuatrimestres con el sufijo 1 y 2. Aquellos a los que les han disminuido las horas de docencia y no lo han aceptado te achicharran a temas subidos a Moodle que ni explican. Los de Anatomía siguen pensando que su asignatura es la base de la medicina, como si fueran médicos del siglo XVIII, y no comprenden que en un trimestre pueden dar más del doble de lo que los médicos en activo necesitan. Probablemente, es un vestigio que les vale para asimilar que son, prácticamente, los únicos médicos que no tienen ninguna utilidad fuera de una facultad universitaria. Y, a mayores, hay que seguir aprendiéndose como un papagayo las glomerulonefritis y la cascada de la coagulación. Su madre siempre le ha dicho que eso se aprende para el MIR y se olvida en el momento en que entregas el examen contestado.

La luz del flexo iluminaba los folios que contienen el primer tema. Su título: «Diabetes». Es curioso cómo las nuevas generaciones tienen aún que pasar a papel los textos para estudiarlos. Todo el día con el móvil y la tableta y luego, para que lo asimilen las neuronas, hay que usar el viejo pergamino. Es como si tuvieran asumido que lo que se ve en pantalla se debe de olvidar a la misma velocidad con la que se lee. Lucía siempre ha usado reglas mnemotécnicas para retener las cosas. Para este caso lo tiene muy fácil. Uno de los grandes iconos de la televisión, que ha seguido desde bien pequeña, padece esta enfermedad. No en vano una de sus frases era: «Mosquis, estoy a una chocolatina de que me amputen un pie por la diabetes». Por supuesto, estamos hablando de Homer Simpson. Un personaje creación del dibujante Matt Groening que, junto con su familia y sus amigos de la pequeña localidad de Springfield, irrumpió en la televisión el 19 de abril de 1987, en el corto «Good Night», insertado en El show de Tracey Ullman. Nadie daba un duro por ellos, pero ya se han hecho un hueco en la iconografía de, al menos, todos los menores de 30 años. Desde luego, aún no lleva en antena tanto como Scooby-Doo, emitido desde 1969 hasta el presente, pero supera con creces a la otra familia reina de la pequeña pantalla, los Picapiedra (6 años en antena). En España compartimos con ellos algunos de nuestros ratos de televisión desde 1991, cuando lo estrenó TVE1. Desde 1995 lo emite Antena 3, y se calcula que cada episodio se ha pasado más de 35 veces. Por eso, aunque cuando Lucía los empezó a ver ya llevaban casi un par de lustros realizándose, había visto todos los capítulos en más de una ocasión. No es de extrañar que hayan ganado varios premios Emmy y que, desde el año 2000, la familia Simpson tenga su estrella en el paseo de la fama de Hollywood. Igualmente, en el año 2007, el Entertainment Weekly situó a Homer como el noveno en su lista de los 50 mayores iconos de la televisión. Era el segundo dibujo animado tras Bugs Bunny.

Siguiendo el orden cronológico de una patología, comenzó por las causas. Es evidente que Homer no es un tipo 1, aunque arrastraba su diabetes desde la adolescencia tardía. Claramente, con su índice de masa corporal de 32 kg/m2 (pues mide 1,83 m y pesa unos 108 kg) y su origen «por tomar demasiados frapuchinos», era una tipo 2. Todo se debía a que los ingería sin cesar para intentar aliviar la intensa tristeza que le produjo el abandono de su novia, Marge. Solo los frapuchinos y componer canciones grunge para su grupo, los Sadgasm (formado por él y sus amigos Lenny, Carl y Lou, que luego sería policía), lograban sacarlo en ocasiones del profundo pozo anímico en el que se encontraba. Ese fue el origen de lo que él llama su adicción a una droga dura e inyectada, la insulina. Luego vino la reconciliación con ella, el final del grupo musical y el abandono de los cafés helados con crema de Starbucks.

Está claro que el tratamiento de esta enfermedad se basa en un estilo de vida saludable. No obstante, Homer es la antítesis de ello. A alguien que ya desde la escuela tiene una animadversión total al deporte y que, como cita en el anuario de esta, puso: «No puedo creer que me lo comiera entero» es muy difícil llevarlo por el camino de una vida sana. Más bien su ideal se sitúa en el sofá, comiendo algo que venga en bolsa o haya salido del cerdo y disfrutando de una o varias cervezas Duff. Tanto es que así que, cuando tuvo un brote psicótico, al estilo de Jack Nicholson en El resplandor, su frase repetitiva era: «Sin tele y sin cerveza, Homer pierde la cabeza». Un ideal que solo cambia por ir al bar de Moe para estar con sus amigos y beber más «zumo de cebada fermentado». Como actividades al aire libre solo acepta las ocasionales salidas al campo con su familia o ir a ver algún que otro partido de béisbol, donde incluso llegó a ser la mascota oficial de los Isótopos de Springfield. Además, en casa no participa ni lo más mínimo en las tareas domésticas. Tampoco se encarga en absoluto del cuidado de la prole. Bueno, teniendo en cuenta que no se considera como tal intentar estrangular en múltiples ocasiones a tu primogénito. Además, es evidente que emplear con él la educación diabetológica es una pérdida de tiempo. Si le dices que no coma rosquillas, lo único que logras es que se imagine a sí mismo metiéndose entre pecho y espalda una caja entera con satisfacción. Si le mencionas el chocolate, te responde: «¡Hummm, chocolateeee!». En fin, qué se va a esperar de alguien que ha dicho: «¿Cuándo voy a aprender? La solución a todos los problemas de la vida no está en el fondo de una botella. ¡Está en la televisión!».

Realmente, tan solo su inmortalidad, derivada de ser un dibujo animado, hace creíble su historial médico. Está claro que su estilo de vida en el mundo real ya hubiera acabado con él. Su estupidez, unida a su falta de perspectiva respecto al futuro, que le hace ser del todo irreflexivo y que, probablemente, sea uno de sus grandes atractivos (pues hace muchas cosas que no serían aceptadas por los condicionantes sociales bajo los que vivimos todos), lo llevarían a un final rápido. Para salir de cualquier situación embarazosa le basta con decir su expresión preferida: «D’oh». En absoluto se ve en la necesidad de reflexionar sobre las cosas que hace.

Es cierto que ya ha tenido un infarto de miocardio, que hizo que necesitara un triple bypass realizado por el incompetente Dr. Nick Riviera, pero con un coste de 129,95 dólares (tarifa que anunciaba este para cualquier operación) y que sorprendentemente salió bien, en gran parte por la ayuda que a este le prestó la pequeña Lisa Simpson. Esa vez no fue el Dr. Julius Hibbert el encargado de su salud, pues el seguro médico de la central nuclear no se la cubría y no podía pagar los 40 000 dólares que le pedía por ella.

También ha tenido varios ictus, como le reveló al agente de seguros al ir a contratar una póliza. Pero aun así afirma que le quedan suficientes neuronas y siempre tendrá el remedio de desincrustarse el lápiz que tiene alojado en el cerebro desde niño, cuando se lo metió por la nariz, y que parece ser una de las causa de su poca inteligencia (tiene un cociente intelectual de 55), unido al gen Simpson de la estupidez masculina, la radiación, el alcoholismo y los traumatismos craneoencefálicos repetidos. Tan manifiesta es su baja capacidad intelectual que, en 2010, un equipo de científicos de la Universidad de Emory, dirigido por John Hepler, descubrió el gen RGS14. Comprobaron en ratones que este puede ser un obstáculo para el desarrollo de la inteligencia, por ello lo bautizaron como gen Homer Simpson.

No obstante, tampoco este cuadro clínico evita su dieta hipercolesterolémica y su abuso constante del alcohol. Incluso en una ocasión intentó llegar a los 140 kg con el único fin de evitar tener que ir al trabajo. Por cierto, tampoco esta vez logró su meta, ya que se quedó en 136 kg.

Además, Homer es monorrénido. Pese a sus múltiples patologías, le cedió un riñón a su padre para salvarle la vida. Y eso que normalmente a su progenitor no le hace mucho caso, pues lo ve más bien como un estorbo insufrible. Con todo, esta donación tampoco dice nada positivo de sus médicos.

Curiosamente, otros efectos secundarios de su diabetes no han hecho mella en su vida. Parece que con su vida sexual no han acabado ni el azúcar ni la radiación, si bien esta última parece ser que ya le ha dejado estéril. Cosa, por otra parte, que tampoco le importa mucho. Con Bart, Lisa y Maggie ya da la familia por completa. Siempre que puede procura tener sus momentos íntimos con Marge, a la que es fiel, al menos en la mayoría de las ocasiones. Tan solo hubo unos pequeños escarceos; los más reseñables fueron los acaecidos con la cantante de country Lurleen Lumpkin, de la que era representante, y con una farmacéutica, de nombre Candace. En el fondo, otro de los grandes encantos de Homer es que, al final, es fiel a su familia.

Tampoco parece tener grandes problemas a la hora de reponerse de los muy diversos traumatismos que ha sufrido y que le han producido múltiples heridas y fracturas. Siempre sale bien parado de todos ellos. Por lo visto, eso del retardo en la cicatrización de las heridas de la diabetes no va con él. Incluso se le reinsertó correctamente el pulgar que le amputó su mujer, Marge. Y eso que se lo cosió no un médico, sino uno de los mafiosos de la banda de Tony el Gordo. Como la afectación ocular. Salvo unas gafas de cerca, que usa ocasionalmente, su vista es perfecta.

Al final, Lucía logró hacer que su rato de estudio de la diabetes fuera casi un momento de esparcimiento en una fría tarde de invierno. Es cierto que Homer Simpson representa claramente lo que no debe hacer un paciente con diabetes, pero el cerebro también asimila los conocimientos por medio del antagonismo. Lo importante, al final, es aprender de una forma fácil y amena. Y eso sí lo logró.

Este capítulo se lo dedico a todos los estudiantes de Medicina, a los médicos que se encuentran realizando el MIR y a aquellos que lo han acabado recientemente. Especialmente a mi hija Marta, fuente inagotable para los datos que han permitido escribirlo. Son esas generaciones que han crecido en la era Simpson. Aunque en algunas ocasiones os gustaría hacer un capítulo de Rasca y Pica con esos malos profesores que se defienden suspendiendo a espuertas, con ese paciente insufrible o con ese gerente al que solo le importa medrar en el partido, sé que estaréis ahí ahora y cuando nosotros lo dejemos. Muchas gracias por tomar nuestro testigo. Creo que lo dejamos en muy buenas manos.