SABÍAS QUE...

JOHANN SEBASTIAN BACH
65 años

Dr. Juan Carlos Álvarez Torices.

Centro de Salud Eras de Renueva. León.

 

Aún hace frío pero el día promete ser agradable. Apenas ha amanecido hace una hora. María llega por fin a su casa. Está muy cansada. Con cuarenta y cinco y pico años ya no tiene el aguante necesario para salir airosa de una jornada laboral de veinticuatro horas seguidas. No tiene ganas de maniobrar el coche para ajustarlo a una de las dos escuálidas plazas de aparcamiento de su adosado. Lo deja fuera, en la calle. Al entrar por la puerta del jardín puede ver como los rosales necesitan una poda. El césped también está pidiendo a gritos un arreglo. Desde luego, ahora que las niñas ya son mayores, hay que deshacerse de esa vivienda y marcharse a un piso en la ciudad en cuanto sea posible. Entra en casa. Todo paz. El resto de la familia ya ha empezado su rutina. Tras dejar sus trastos, que por su volumen más parecen para irse de fin de semana que para hacer una guardia, se dirige a la cocina y se prepara una taza de cacao. Sube con ella, aún humeante, hasta la habitación más pequeña de la casa, esa que han logrado mantener para uso como estudio y zona prohibida para los no adultos. Es curioso como los hijos son capaces de invadir tanto espacio del hogar en cuanto llegan a este mundo. Piensa fehacientemente que no va a poder dormir. Se le ha pasado la hora. Pero, al menos, quiere relajarse un rato. Se dirige a la balda donde tiene sus vinilos. Aunque, como todo el mundo, pasó una época de oír todo en CD, hace ya un tiempo que rescató su viejo equipo analógico, con sus grandes potenciómetros y su frente de aluminio, junto a su viejo tocadiscos. En música, como suele pasar, empezó por el pop y el rock. Luego, sin saber por qué, descubrió el jazz para, más tarde, desembocar en la clásica. En fin, un signo de que el tiempo pasa inexorablemente. Saca con cuidado el vinilo de su funda y deja caer con suavidad la aguja sobre los surcos. Tras unos chasquidos iniciales empieza la pieza que ha elegido. Es la pista número dos de la cara B de un viejo disco de la Deutsche Grammophon donde Herbert von Karajan dirige a la Filarmónica de Berlín. Los violines y el resto de las cuerdas se suceden y relevan de forma perfecta, casi como si acunaran el sonido. Tumbada en el sofá piensa que si el cielo tuviera música de fondo sin duda sería ésta. Sin darse cuenta se queda dormida. Por los altavoces sigue sonando el Aria de la Suite Nº3 En Re Mayor, BWV 1068, de Johann Sebastian Bach.

1695. Ohrdruf, una pequeña ciudad en el centro de Alemania, en la región de Turingia. Un muchacho de apenas diez años está copiando una partitura. Como siempre con la nariz casi metida en el papel. A diferencia de su oído su vista no era un prodigio. Aunque había nacido no muy lejos de allí, en Eisenach, la ciudad donde en el siglo XVI Martín Lutero tradujo el Nuevo Testamento al alemán, el 21 de marzo de 1685 (realmente en nuestro calendario gregoriano de hoy en día sería el 31, pero Alemania seguiría con el calendario juliano hasta 1700) se había tenido que ir a vivir con su hermano mayor, Johann Christoph Bach. En apenas unos meses habían fallecido primero su madre y luego su padre. ¡Quién le iba a decir que eso sería el prolegómeno de una vida saltando por diversas ciudades alemanas! Esta educación le valió meterse de cabeza en la música, algo que ya había empezado a desarrollar con su difunto padre. Aprendió teoría musical y composición. Además se hizo diestro en el arte de tocar el órgano y el clavicordio. Eso sería la base y el sustento para el resto de su vida, que la dedicaría a componer e interpretar.

Ya tiene catorce años. Su excepcionalidad en la música tiene premio. Le conceden una matrícula para realizar estudios corales en la prestigiosa Escuela de San Miguel, en Luneburgo, una ciudad del norte, cerca de Hamburgo. Son dos años en los que tiene contacto con músicas de otras partes de Europa. También se codea con los vástagos de la nobleza alemana que estudian en la escuela, una de las más selectas del Sacro Imperio Germánico.

Llegan los 18. Es 1703 y se traslada a Arnstadt. De nuevo en su Turingia natal. El traslado se debe a que había conseguido el puesto de organista de la iglesia de San Bonifacio. Pasan dos años. Ha oído un sinfín de veces el virtuosismo del gran maestro Dietrich Buxtehude. Sólo hay un problema. Vive en Lübeck, una ciudad a 400 kilómetros al norte. Johann Sebastian, con ese ímpetu que da la juventud, no se para ante ello. Con algo de dinero que tenía hace un ligero equipaje y se pone en camino. Tras varias jornadas a pie logra llegar y asistir al Abendmusiken del maestro en la iglesia de Santa María. Se queda unos meses con él, aprendiendo más y más. Incluso se plantea ser su amanuense para escribirle las partituras. Pero el cargo va unido a la condición de tener que casarse con su hija. Es de suponer que la chica no era muy agraciada al tener que emplear el padre esta argucia para desposarla. Esto le echa para atrás. Al final vuelve a su trabajo en Arnstadt. Pese a la reprimenda inicial por su ausencia aún mantiene su puesto de organista.

Con 22 años, en 1707, se muda de nuevo, esta vez a Mühlhausen, también en Turingia. Le habían ofertado un puesto con mejores condiciones como organista en la iglesia de San Blas. Allí coincidió con una prima suya en segundo grado, Maria Barbara. No esperaron mucho y a los cuatro meses se casaron, en concreto el 17 de octubre. Con ella tendría siete hijos, de los cuales cuatro alcanzaron la edad adulta. Dos de ellos serían unos importantes compositores.

Al año siguiente, en 1708, tendría una nueva oferta de trabajo. Era en la corte ducal de Weimar, también en Turingia. Lo cierto es que, dado que este estado no es mucho más grande que la provincia de León, las distancias en las que se movía no eran excesivamente grandes. Un buen salario y el contacto con músicos profesionales hicieron que los Bach se trasladaran sin pensarlo. Fue una época muy fructífera. La mayor parte de sus corales, preludios, tocatas y fugas para órgano surgieron en esta ciudad. Posteriormente los recopilaría en su obra monumental “El clave bien temperado” (Das Wohltemperierte Klavier), una obra que posteriormente sería una de las preferidas de otro de los grandes, Ludwig van Beethoven. También surgieron sus primeras cantatas de iglesia. Además le encantaba tocar el órgano de la capilla. Estaba situado en un hueco hecho expresamente en el tejado, un hueco donde también se ubicaba la orquesta. Esa arquitectura tan inusual le daba una sonoridad difícil de igualar. Su capacidad para tocarlo bordeaba la perfección. Por aquellos años se llevaban los duelos entre intérpretes. Estaba de gira por Europa Louis Marchand, uno de los organistas franceses más dotados de su tiempo. Se planeó que Bach se “enfrentara” con él en Dresde. Nunca llegó a ocurrir. Parece ser que el francés acudió en secreto a uno de los conciertos del alemán y decidió escabullirse del reto para no hacer el ridículo. Vamos, que hico una “despedida a la francesa”.

Pero Johann Sebastian no está dispuesto a quedarse siempre en el mismo sitio, máxime si podía mejorar su situación como músico. Dado que su anterior patrón no le dio el puesto de maestro de capilla se fue en 1717 a la ciudad Köthen, a unos 140 Km, donde el príncipe Leopoldo de Anhalt-Cöthen le contrató como tal, lo que supuso de nuevo el traslado de la familia. Esto por poco le cuesta la ruina pues, muy enfadado por su marcha, el duque Wilhelm Ernst le tuvo encarcelado casi un mes. Esta etapa en Sajonia será de música profana. El príncipe, como buen calvinista, no era amigo de la música en la iglesia. Compondrá los dos conciertos para violín, los seis Conciertos de Brandemburgo, el primer libro de El clave bien temperado, las seis sonatas y partitas para violín y las seis suites para violoncelo.

Pasan dos años. Ya tiene los 34. Está interesado en conocer a su coetáneo Georg Friedrich Händel. Éste tiene la fama de ser un gran compositor, a diferencia de Bach, que era tenido por un simple intérprete y virtuoso del órgano. Viaja a Halle, pero el Händel no está. Ya se había trasladado definitivamente a Inglaterra. Llega el verano de ese 1720. El príncipe decide ir Carlsbad, en lo que hoy es la Bohemia Checa, a tomar las aguas. Como siempre, se lleva con él a sus músicos para su entretenimiento. El 7 de julio la tragedia llegó de nuevo a la vida de Bach. Maria Barbara muere repentinamente. No será hasta septiembre cuando se entere de la noticia, al volver con todo el séquito del príncipe.

Pero la vida sigue. Llega 1721 y conoce a Anna Magdalena Wilcke. Aquella joven, de tan sólo 20 años, trabajaba como soprano en la corte. Cupido hizo su trabajo y se casaron el 3 de diciembre de 1721. Tenían la compenetración que les daba la música. Ella le ayudaría con sus partituras y sus manuscritos. Incluso sus caligrafías se llegaron a parecer tanto que han hecho falta avezados grafólogos para saber que escritos de la obra de Bach estaban escritos por cada miembro de la pareja. Su matrimonio fue estable hasta la muerte de Johann Sebastian. A nivel conyugal hubo trece hijos más, seis de los cuales alcanzaron la edad adulta.

Pero las singladuras no habían acabado. La última también sería no muy lejos, en concreto a Leipzig, en 1723. El puesto de Kantor que le hacía ser el director de la iglesia de Santo Tomás y, por ende, de las demás iglesias de la ciudad le inclinó a este último traslado. Allí surgieron otras de sus grandes obras. Las dos Pasiones (según San Mateo y según San Juan), la monumental Misa en si menor y el Oratorio de Navidad. Con posterioridad también se hizo cargo de la dirección del Collegium Musicum, en marzo de 1729, una sociedad musical de estudiantes. Por fin era su oportunidad de pasar el testigo a las futuras generaciones.

En 1745 su salud comenzó a ir en declive. La entrada en la década de los sesenta años no fue con buen pie. Aparecieron una serie de síntomas compatibles con una diabetes, que nunca se le diagnosticó formalmente. Éstos minaron su capacidad física. Poco después, en 1746, tuvo un cuadro de un posible ictus transitorio, del que se recuperó con pocas secuelas. No obstante la más visible era una paresia facial que se puede intuir en su retrato de esa época. La disminución de la visión, unida a una blefaritis crónica, le hacía muy difícil su trabajo. Sin ver es difícil atinar a la hora de escribir en un pentagrama. En 1749 le recidiva el ictus. Ya está prácticamente ciego.

Llega 1750. Su salud cada vez es peor. Un dolor intenso en los ojos se añade a su visión casi nula. Su familia decide llamar al “célebre” cirujano John Taylor. En realidad éste, aunque tenía formación médica, no era más que un mero charlatán. Se denominaba a sí mismo “Le Cavalier”. Sin ningún diagnóstico decide operarle de cataratas, cosa que hizo en dos ocasiones, en marzo y en abril. Realmente no tenía la menor idea de lo que pasaba en los ojos de Bach. Además, como siempre hacía semejante “showman”, no le proporcionó ningún cuidado después de la intervención. Simplemente le prescribió una mezcla de bálsamo del Perú y agua caliente aplicada directamente en los ojos, unos colirios de sangre de paloma, sal quemada y azúcar pulverizada, que podían ir acompañados de sangrías y laxantes, tan habituales en la medicina de la época. Luego puso pies en polvorosa. Susdicho personaje también dejó ciego, al año siguiente, a Händel cuando le operó en Inglaterra. Al final el Karma hizo que el “Dr. Taylor” muriera también ciego en 1772.

Al final, el 28 de julio de 1750, Johann Sebastian Bach falleció a la edad de 65 años por una neumonía que complicó a un nuevo ictus, todo ello como consecuencia del debilitamiento físico que le produjo la posible panoftalmitis producida por una mala cirugía. Ese mismo día, pero de 1741, había muero otro grande de la música, el apodado “cura rojo” llamado Antonio Lucio Vivaldi. Un mal día para la música. Bach es enterrado en el cementerio de la iglesia St. Johannes de Leipzig. La ubicación exacta de la tumba es desconocida hasta 1894. Ese año, dado a que se iba a remodelar la Iglesia de Leipzig, parte del cementerio fue removido. El profesor de anatomía de la Universidad de Leipzig Wilhem Hiss, padre del médico que descubriría el haz que lleva su nombre, aprovechó para buscar los restos de Bach. Lograría finalmente su misión realizando un concluyente estudio anatómico del cráneo. A ello ayudaría que, pese a su escaso capital, su viuda le pudiera comprar un ataúd. Al menos todos los huesos estaban juntos. Inicialmente se trasladó a una cripta en la iglesia de San Juan. Este edificio quedó destruido durante un bombardeo aliado durante la Segunda Guerra Mundial. Entonces unos años después, concretamente en 1950, sus restos fueron depositados en la iglesia de Santo Tomás de Leipzig, donde aún siguen reposando.

Berlín, 11 de marzo de 1829. Una noche fría de primavera en la capital prusiana. Toda la alta sociedad se dirige hacia el “Unter den Linden” o avenida “bajo los tilos”. La Puerta de Brandenburgo, que da acceso a la misma, luce orgullosa su cuadriga que un día se llevó Napoleón. Su derrota, en 1815, la había devuelto a casa a la par de hacer al reino de Prusia más fuerte y grande que nunca pues se había anexionado, entre otros, a Renania y parte de Polonia. En apenas cinco minutos se llegaba al “Staatsoper” o palacio de la ópera. Un impresionante edificio neoclásico inaugurado en 1742 dominado por sus seis enormes columnas rematadas por un friso esculpido y tres grandes estatuas. Sus dos escalinatas laterales se encontraban rebosantes de público. Ellas con sus vestidos de faldas abultadas y corpiños ajustados. Ellos con sus uniformes militares, como era preceptivo desde Federico Guillermo I, primer rey de Prusia. Delante una multitud de carruajes se sucedían para hacer llegar a los distintos miembros de la corte ¿Qué era lo que iba a pasar allí?  Se había anunciado que el músico alemán vivo más famoso, Felix Mendelssohn, iba a dirigir una obra de un autor desconocido, un tal Johann Sebastian Bach. Nadie sabía cómo el gran maestro se atrevía a poner en escena una obra antigua en una época en que tan sólo se ejecutaban piezas contemporáneas. En los corrillos se decía que se había hecho con las partituras al comprárselas a un pescadero que las había encontrado en una bohardilla de su propiedad. Susodicho tendero las empleaba para envolver el pescado. Al vérselas a su sirvienta se apresuró a comprárselas para que no las empleara para tal fin. Realmente eso era un rumor sin fundamento, uno de esos temas que valen para que las clases ociosas tengan algo de qué hablar en sus tan habituales tiempos muertos. Ya, años atrás, Mozart las conocía. Se las había pasado en Londres Johann Christian Bach, uno de los hijos del compositor, cuando ambos tocaron en el palacio de Buckingham para la realeza británica.

Llegó el momento. A la hora en punto, como mandaban las costumbres germánicas, todo el mundo estaba sentado en sus sillas o en sus palcos. Aparecieron la orquesta y los coros de la Singakademie de Berlín. El maestro Zelter dirigía a estos últimos. Mendelssohn se puso al frente y comenzó la “Pasión según San Mateo”. Fue algo tan apoteósico que la música de Bach se extendió por todo el continente como una mancha de aceite. Algo que ha llegado a nuestros días con tal profusión que muchos de los grandes músicos le consideran el mejor compositor de todos los tiempos. Al final de la obra Mendelssohn dijo “Es el destino que sea yo, un judío, quien dé a conocer al mundo la obra más grande de la música cristiana".

Finalmente el legado de Johann Sebastian Bach es, pese a la pérdida de una parte de las partituras, sobre todo de aquellas piezas que realizaba por encargo y que sólo interpretaba una o, a lo sumo, dos veces, de más de mil piezas. Un legado de tal magnitud que en la recopilación de todas sus obras realizada por el sello discográfico Hänssler en el año 2000, cuando se celebraron los 250 años de su muerte, ocupaba la nada despreciable cantidad de 172 discos compactos. Una obra que tardó más de 75 años en ser apreciada en su justo valor