SABÍAS QUE...

Elizabeth Hughes
74 años

Dr. Juan Carlos Álvarez Torices

Centro de Salud Eras de Renueva. León

 

Se estaba eclipsando el mes de octubre de 1918 en Nueva York. Elizabeth Hughes, una niña de 11 años, de carácter alegre y espontáneo, paseaba con su doncella. En el colegio había tantos profesores enfermos que habían suspendido las clases durante unos días. Era el «mal de moda» o «gripe española». Su padre, Charles Evans Hughes, exgobernador y Juez Asociado del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, había dejado temporalmente su carrera política y se había trasladado a Nueva York para disfrutar de una temporada sabática. Bessie, como la llamaban familiarmente, estaba en la época más feliz de su vida, pues sus padres ya no tenían que ir a tantos eventos políticos y por fin podía disfrutar de ellos junto a sus tres hermanos.

Llevaba una semana en la que sus ganas de orinar eran mayores de lo habitual. Además, tenía un apetito y una sed voraces. Al llegar a casa del paseo, estaba muy cansada (demasiado para lo que habían hecho) y la barriga le dolía más que otras veces. Luego vinieron las náuseas y los vómitos. Su madre, la señora Antoinette Ellen Carter Hughes, se tranquilizó al ver que no tenía fiebre. No era la gripe.

Los días fueron pasando. Ya eran habituales sus constantes visitas a la cocina para beber dos o tres vasos de agua cada vez, el tener que ir al baño y esperar porque ella lo estaba ocupando. Los dolores abdominales los achacaban a la proximidad del hecho natural de hacerse mujer. Tampoco a nadie le llamó la atención el olor a manzana que se concentraba en su cuarto por las mañanas, pues usaban membrillos para evitar los malos olores en los armarios. Pero nada hacía pensar a sus padres lo que vendría después. Además, ella comía excelentemente y se había vuelto una chica muy responsable para su edad, pues prefería estar leyendo a ir a jugar. Ni por asomo sospechaban que esto era así porque sufría un cansancio que iba en aumento y que la obligaba a declinar las invitaciones de amigas y compañeras.

A principios de 1919 Elizabeth volvió a tener los mismos síntomas, pero ahora estaba obnubilada, sus ojos hundidos en las cuencas y con una respiración extraña, muy profunda y fatigosa. La Sra. Hughes llamó al médico de la familia. Con una escueta anamnesis y una exploración de la muchacha no tardó mucho en llegar a un diagnóstico: diabetes. Aquel día cambió por completo la vida de Bessie. Comenzaron las restricciones con la comida, las innumerables consultas médicas, la ausencia al colegio y el aislamiento de todos sus anteriores amigos. La llevaron a la consulta de uno de los dos principales médicos estadounidenses dedicados al campo de la diabetes que, además, estaba en Nueva York. Era el Dr. Frederick Madison Allen. El otro médico era el Dr. Elliot Joslin, que vivía en Boston. El contacto con el Dr. Allen provocó en madre e hija la misma sensación que se produce cuando te reprende un policía por una infracción que has cometido. Era una persona de aspecto un tanto desagradable, carente de las más mínimas dotes naturales para despertar algo de empatía. Pero lo importante eran sus conocimientos. Comenzó una dieta, aún más atroz si cabe, y el programa de ejercicios. Inicialmente apenas comía. Lo único bueno de toda esa etapa fue Blanche Burgess, la enfermera privada que le adjudicó el Dr. Allen. Una treintañera de Nueva Inglaterra de buen carácter, muy jovial y optimista. Ella le controlaba las glucosurias, la dirigía en su ejercicio diario, la dejaba comer solo lo que tenía prescrito y, sobre todo, acabó siendo su fiel y querida amiga. Su cuerpo se fue deteriorando. Se le rompían las uñas y su hermoso pelo castaño ahora era escaso y lacio. Cuando empezó el tratamiento pesaba 34 kg y, con la dieta prescrita, la delgadez iba a más. No quería verse desnuda.

En 1921 su padre fue nombrado Secretario de Estado, por lo que la familia se trasladó a Washington. Debido a su salud y para huir del crudo invierno, la mandaron a pasar una temporada a Las Bermudas, pero a la vuelta una fatídica diarrea casi acabó con ella. No obstante, otra vez logró salir del paso con la inestimable ayuda de Blanche, pero pesaba 20 kilos.

Al llegar el verano vinieron buenas noticias del norte. Unos canadienses, en concreto los doctores Frederick Banting, Charles Best y James Collip, habían utilizado el extracto de insulina bovina en humanos en el Toronto General Hospital. El 11 de enero de 1922 había recibido este tratamiento, por primera vez, Leonard Thompson, un diabético de 14 años y con tan solo 29 kg de peso. Esa prueba inicial fue un desastre. Casi se les muere el chico de un choque anafiláctico. Pero en tan solo 12 días el Dr. Collip, que era un magnífico bioquímico, logró una mayor purificación del fármaco y el muchacho respondió perfectamente a la terapia. Aunque los resultados de su estudio solo se habían publicado en una revista canadiense de bajo impacto, el boca a boca funcionaba mucho más rápido, y más siendo el Secretario de Estado de la Unión. En agosto, la madre de Elizabeth se puso en contacto con el Dr. Banting y le explicó la evolución clínica de su hija, los tres años de lucha contra la enfermedad y su deterioro físico. El final de la conversación fue una horrible decepción, pues el canadiense le dio un no por respuesta. No tenían apenas insulina y, la que disponían, se la estaban poniendo a los diabéticos más graves de su hospital. Pero, al colgar el teléfono, Fred Banting pensó en todo lo que había pasado en su vida: cómo, al estudiar el páncreas, desarrolló y culminó una idea, por su tesón y el de Charlie Best, en poco más de dos meses; alguien como él, que no tenía experiencia ni en clínica ni en investigación, había llegado a obtener uno de los «fármacos milagro». Ahora John Macleod, el profesor cuyo único mérito relacionado con la insulina era haberles dejado el laboratorio y unos pocos perros, intentaba hacerse con la paternidad de la investigación. Así que reflexionó... ¿No sería conveniente implicar en su camino a los estadounidenses, con su ingente poder industrial, para hacer que la insulina llegara a muchos más enfermos? Al final, lejos de boatos y galardones, era lo que le interesaba, salvar vidas. Esta vez fue él el que cogió el teléfono, habló con la Sra. Hughes y esta, que no cabía en sí de gozo, empezó a mover todos los hilos para organizar el viaje lo antes posible. El encuentro inicial con el Dr. Banting fue diferente a lo que se esperaban. No era demasiado hablador, pero mostraba una gran amabilidad y desprendía un halo de seguridad en lo que decía. La respuesta al tratamiento de Elizabeth fue rápida. Pronto comenzó con una dieta de 2200 calorías. En unas pocas semanas pasó de 18 a 27 kg de peso. Su humor era excelente. Por primera vez en tres años estaba contenta, con fuerzas. Blanche estaba allí, con ella. Salían, iban al teatro y daban largos paseos. Pero, sobre todo, era su apoyo y su profesora en el manejo de la enfermedad: le enseñó a ponerse la insulina, a medir su glucosuria y a controlar su dieta. En tres meses le dieron el alta y a finales de 1922 volvieron a casa. Marchó una niña con el cuerpo y el alma heridos de muerte y volvía una mujercita saludable y llena de vida. La vuelta a casa fue agridulce, pues Blanche, su enfermera y amiga íntima, les dejaba. Había conocido a un muchacho y se iba a casar. Ya era hora de que la paloma herida volara sola, una vez «curada».

Al poco tiempo las cosas tomaron el cariz que quería el Dr. Banting en lo que se refería a la insulina. La farmacéutica americana Eli Lilly, que se había puesto en contacto con los canadienses en primavera, puso el acelerador en otoño. George Clowes, su director de investigación, contrató al ingeniero químico George Walden, que logró refinar el proceso para la máxima extracción de la insulina de los páncreas vacunos y porcinos. Por fin había mucha insulina y a un precio más asequible. Los vecinos del sur habían logrado solventar los problemas hasta entonces insalvables para Connaught, el fabricante canadiense. Lo que no logró el Dr. Banting fue la equidad a la hora de ser tratado con su fármaco. Los niños y jóvenes que recibieron la insulina poco después de su descubrimiento eran, en su mayoría, de familias con antecedentes similares a los Hughes: adinerados e influentes.

En cuanto a Elizabeth, en 1923 regresó a la escuela. Ese año se enteró de que a su querido Dr. Banting le habían dado el premio Nobel. Pudo ver, con motivo del evento, su foto en la portada del número 26 de una nueva revista que nacía con fuerza, la revista Time. Su doctor merecía aquel premio y muchos más. Era la justa recompensa a la persona que lloró como un niño cuando, de pie, en el andén número 2 de la estación de Toronto, recibía el primer cargamento de insulina procedente de Indianápolis, lo que significaba el fin a tener que seleccionar a quien tratar y a quien no.

Se graduó en 1929 y al año siguiente se casó con William Gossett, uno de los abogados del bufete de su padre. Ese año supo de la muerte de Leonard Thompson, como consecuencia de una neumonía que sufrió en el trascurso de un ingreso en el hospital por un accidente de motocicleta que había tenido. Durante los siguientes años su marido, con quien tuvo dos hijas y un hijo, llegó a ser el presidente de la Asociación Americana de Abogados y el vicepresidente de la Ford Motor Company. Elizabeth falleció, a la edad de 73 años, de una neumonía secundaria a su diabetes.

El descubrimiento de Frederick Banting y Charles Best fue el primer «fármaco milagro» del siglo XX. Gracias a él, personas como Leonard Thompson, Elizabeth Hughes y un sinfín que vino y vendrá después pudieron y pueden disfrutar de una vida casi normal, tanto en tiempo como en intensidad. Si la lista de Schindler dejó perplejo al mundo por haber salvado a 1100 judíos del holocausto, ¿qué sentimiento produciría si alguien, algún día, hiciera la lista de Fred y Charlie?