SABÍAS QUE...

Jules Gabriel Verne
78 años

Dr. Juan Carlos Álvarez Torices

Centro de Salud Eras de Renueva. León

 

El Sol se desperezaba en el horizonte y mandaba sus rayos a través de aquella ventana de la casa de Chantenay, apenas protegida por unos débiles visillos. La humedad del Atlántico se hacía notar en las sábanas que habían albergado los sueños del joven Jules. Aunque se encontraban en el cenit del verano, la Bretaña francesa no destaca por un clima excesivamente cálido. Desde 1938, cuando tenía 10 años, pasaban el verano en ella. Aunque solo distaba unos pocos kilómetros de su domicilio en Nantes, los alejaba del bullicio de la ciudad, que tanto a su padre (Pierre Verne) como a su madre (Sophie Allote de la Fuÿe) molestaba en exceso.

 

Jules Gabriel Verne se encontraba en plena adolescencia. Como compañero de correrías estaba su inseparable hermano, Paul, un año menor que él. Sus hermanas (Anna, Mathilde y Marie) era como si estuvieran en otro planeta. Apenas tenían contacto con ellas fuera de las comidas familiares. A ambos les gustaba mucho más esta época del año que el rudo invierno, que pasaban, en su mayor parte, en el Real Liceo de Nantes, donde estudiaban bachillerato. Y eso que este era mucho más de su gusto que el Seminario de Saint Donatien, donde iniciaron esa fase académica. Ahora podían campar a sus anchas, sin estar sujetos a una constante vigilancia. Jules tenía un gran tesoro, un pequeño telescopio que usaba a modo de catalejo. Con él iban a la orilla del río, donde pasaban las horas viendo los grandes veleros que entraban rumbo al puerto de Nantes, con sus cargamentos procedentes de los más variopintos lugares del globo. Le impresionaba la tecnología que sustentaba aquellos navíos y cómo eran capaces de surcar los mares. Sabía que sería muy difícil poder ver uno propulsado por vapor, como el que hizo surcar el Sena Robert Fulton, en 1803, para mostrárselo a Napoleón. Su imaginación volaba con aquellas velas. Se veía en lugares lejanos y maravillosos, recreando las historias que, en ocasiones, les contaba Madame Sambain, su profesora de la infancia. Estaba casada con un marino mercante del que procedían dichas velas. También le gustaba ir a Indret, otra de las islas del río Loira. Allí se quedaba embobado mirando cómo funcionaban las máquinas de sus numerosas industrias, basadas en el empleo del vapor.

 

No obstante, lo que prevalecía en su cerebro, empapado en las hormonas propias de esa fase tan complicada de la vida llamada adolescencia, era su prima Caroline Tronçon. Un año mayor que él, guapa y bien formada, era su gran amor de juventud. Con ella empieza a emplear el lápiz y el papel, escribiéndole numerosos poemas. Pero era un sentimiento no correspondido. La dama lo consideraba lo que hoy llamaría cualquiera de nuestros púberes un «empollón pringado». No veía en él absolutamente nada, ni como hombre ni, mucho menos, como sustento de su futuro, hecho que valoraban en gran medida las mujeres del siglo XIX. ¡Cuán equivocada estaba! El ser humano en esa fase de su vida no aprenderá nunca que ese o esa que se pasa el tiempo estudiando, que se sale de las modas y que no ve divertida esa serie de payasadas acordes con esa fatídica edad acabará siendo bien tu jefe, bien el autor del libro que lees. Al final, Jules lo único que se llevó de Caroline fue un terrible desengaño, una profunda melancolía y una animadversión por el sexo femenino que le duraría años.

 

Llegaron los 19 años. Empieza esa fase que va a ser el comienzo del resto de tu vida. A Jules lo tenían encarrilado para que siguiera los caminos de la ley, como correspondía al primogénito de un abogado de pro. Eso suponía, para un joven de provincias, ir a la gran ciudad. Ese gran collage de verde y piedra, que por la noche se torna multicolor, tiene un efecto especial en las mentes inquietas. París es así. Inicialmente, le tocó ir al domicilio de su tía Charuel. La ventaja de este es que quedaba al lado de la Biblioteca Real (posteriormente denominada Biblioteca Nacional), donde su fondo de libros y publicaciones era lo más parecido al paraíso, por lo menos para él. Todo ello fueron los cimientos para su despertar literario. Lo hizo con su primera obra teatral, Alejandro VI. Además, tras el desengaño de su primer amor había dejado por completo de lado las tareas del cortejo, llegando incluso a fundar posteriormente, con varios de sus amigos, lo que llamarían Los Once sin Mujer. Por ello podía disponer para el arte y la ciencia de todo su tiempo.

 

Sin embargo, el ambiente parisino estaba socialmente enrarecido. Por esta causa su tía se marcha al campo. El joven Verne pasa a vivir primero con un compañero y luego solo. Con 20 años coincide con la Revolución de 1848, que inauguró la II República y el mandato de Luis Napoleón Bonaparte, consorte de Eugenia de Montijo y que, posteriormente, sería el emperador Napoleón III. Pese a todo, Jules acaba la primera fase de sus estudios de derecho. Como su progenitor era de los que opinaban que el dinero es el origen de todos los vicios, le tenía una asignación más bien justa. Su vida social, sus escapadas al teatro y sus libros los sufragaba el presupuesto para viandas. Eso hacía que su estómago fuera visitado tan solo por pan y leche. Es el precio que tenía que pagar por cultivar su alma inquieta. Pero esta forma de proceder a la vez mina su cuerpo. Está claro que esos hábitos dietéticos comenzaron a despertar la diabetes que vendría después. Además, su incesante interés por leer y aprender absolutamente de todo le llevan a dormir apenas unas horas y a estar en un constante frenesí de excitación. Al final, su colon también se venga. Los períodos de diarrea y estreñimiento van alternándose, llegando a un punto de tal descontrol que le produce un prolapso rectal. Esto hace que su capacidad de controlar el indigno esfínter sea, en ocasiones, nula. Algo muy desagradable para alguien que quiere vivir inmerso en la sociedad.

 

Pese a la convulsión social, París era un vergel literario. Había salones donde se reunían los grandes. Aunque no tenía una lámpara con un genio que le concediera sus deseos, estaba su tío Châteaubourg. Él le ayuda a introducirse en esos círculos, donde inicia una gran amistad con Alejandro Dumas, tanto padre (el autor de El conde de Montecristo y de Los tres mosqueteros) como hijo, tan solo cuatro años menor que él. Estaba en lo más alto de la ola. Se sentía feliz, pese a los incesantes aullidos de su cuerpo.

 

En 1849 obtiene el título de abogado. En un principio, su padre le permite permanecer en París, pensando que se va a abrir un digno camino en el mundo de la ley. Un día, sentado en un pequeño café desde el que ve Notre Dame al otro lado del Sena, mirando cómo empieza a formarse un mar de hojas en el suelo, escribe su suicidio crematístico: «Estimado padre: Mi vida no es para el derecho, sino para el arte y la ciencia…». A vuelta de correo se le dejó bien claro que la financiación desde la Bretaña se daba por concluida. Menos mal que su amigo Dumas le consiguió un trabajo como secretario del Teatro Lírico. Este, al menos, le permitía vivir. A cambio le restaba cinco horas diarias para desarrollar sus habilidades tanto literarias (estaba en la fase de componer operetas, para lo que se había comprado un piano, pese a su precaria situación financiera) como científicas (estudiaba química, botánica, geología, mineralogía, geografía, oceanografía, astronomía, matemáticas, física, mecánica y balística).

 

Febrero de 1850. De repente, uno de sus ojos no se cierra. De la comisura homolateral, hilillos de baba caen impertinentemente. Tan solo la mitad de su boca responde a sus órdenes. Era su primera parálisis facial. Conocedor de los principios terapéuticos defendidos por el Dr. Guillaume Duchenne de Boulogne, se somete a un tratamiento con electricidad. Sale contento de sus resultados. Cinco años más tarde (en marzo de 1855) hubo una segunda oleada. Esta vez se unió su compañero de fatigas, el trigémino. El dolor y la cara de bobalicón ocupaban sus días. Pese a consultar con el que decían era el mejor neurólogo de Francia, el Dr. Jean-Martin Charcot, en el Hôpital de la Pitié-Salpêtrière, no obtuvo ningún tratamiento. Si algo caracterizaba al galeno era abstenerse de emplear remedios que no supiera a ciencia cierta que iban a ser beneficiosos para el paciente. Tan solo el tiempo logró devolver su cara a un estado casi normal. Pero estaba dispuesta a volverse rebelde una y otra vez en sus períodos de intensa actividad.

 

En el período entre 1850 y 1856 publicó una serie de cuentos y obras de teatro que permitieron su sustento (la comedia teatral Las pajas rotas, Un drama en México, Un drama en los aires, Martín Paz, Maese Zacarías, Una invernada entre los hielos y la opereta Le Colin-Maillard, entre otros). Pero aún estaba lejos de encontrarse a gusto con lo que salía de su pluma.

 

20 de mayo de 1856. Un día que iba a cambiar muchas cosas en su vida. No sabía muy bien cuál era la causa de haber aceptado ser testigo en la boda de su antiguo amigo de universidad Auguste Lelarge. Hora y media de tren hasta Amiens le parecía un largo viaje, dado lo delicado de su salud. Allí conoció a la que fue el motivo de que se quedara una semana en la ciudad. Honorine Morel Deviane era la hermana de la novia. Una jovencita que, pese a sus 26 años, ya era viuda y con dos hijas (su marido había tenido una muerte temprana por culpa de una fatal neumonía). Una mujer muy agradable y con una familia encantadora. Eso a pesar de que su padre era un militar retirado, que siempre tenían fama de hoscos y refunfuñones. Tras aquello vino un cortejo, a distancia durante la mayor parte del tiempo, y la posterior petición de mano. El 10 de enero de 1857 se casaban en la iglesia Saint Eugène de París. Se acababa su soledad y su soltería para siempre. Daba carpetazo a la misoginia que le provocó su prima. Una ceremonia muy simple y con muy pocos invitados. Lo que más le dolió es que su hermano Paul no estuviera. Su profesión de marino hacía que se encontrara de travesía. El inicio de su vida de casado le hace entrar, de la mano de su cuñado, en el juego de la bolsa. Con ella gana dinero y, sobre todo, estudia el desarrollo del capitalismo y de la civilización tecnológica, cosa que le sería de gran utilidad para futuros libros.

 

Cumple los 30 años. Por fin, en 1859, llega su oportunidad de viajar fuera de Francia. Primero son Inglaterra y Escocia (escribiría Viaje con rodeos por Inglaterra y Escocia). Luego Noruega y Dinamarca. Esta vez el viaje acabó antes de lo previsto. Tuvo que volver a París por el nacimiento de su primer y único hijo, Michel Verne, el 3 de agosto de 1861.

 

En 1862 ya se encontraba a sí mismo en condiciones de realizar lo que se había marcado como su gran fin en la vida, novelar la ciencia. Viaje por el aire cumplía perfectamente su concepto de aventura científica. Comenzó su peregrinar por las editoras de París. Solo lograba que se le cerraran un sinfín de puertas. Hasta dar con Pierre-Jules Hetzel. Este tenía una potente empresa que publicaba, entre otras, las obras de Victor Hugo y Jules Michelet. Por fin alguien le daba una esperanza. Eso sí, le hizo una serie de comentarios que le obligaron a reescribir su obra. El 31 de enero de 1863 se publicaban las aventuras del doctor Fergusson a través de África, en su globo Victoria, inaugurando con Cinco semanas en globo los «Viajes Extraordinarios», que llegarían a ser 60 a lo largo de 40 años. Incluirían obras de la talla de Viaje al centro de la Tierra (1864), De la Tierra a la Luna (1865), Los hijos del capitán Grant (1867), Veinte mil leguas de viaje submarino (1869), La vuelta al mundo en 80 días (1873), La isla misteriosa (1874), Miguel Strogoff (1876), Un capitán de quince años (1878), La esfinge de los hielos (1897) o El soberbio Orinoco (1898). Con ellos logró tanto realizar su gran sueño como una situación económica muy holgada.

 

En apenas en tres años París lo agobia. A finales de 1865 se instala en Le Crotoy, un pequeño pueblo de pescadores en el estuario de la bahía del Somme. Aquí, de cara al mar, escribe un compendio enciclopédico de la geografía de Francia y sus colonias, que le había encargado su editor. Al año siguiente puede viajar a Estados Unidos a bordo del trasatlántico de vapor Great Eastern. Esta travesía en uno de esos grandes portentos de la ciencia daría lugar a la novela Una ciudad flotante.

 

El éxito de Veinte mil leguas de viaje submarino lo tiene en lo más alto durante 1869. Pero la alegría que esto le pudiera producir se ve cercenada por su hijo Michael. Es díscolo y agresivo. Ha sido criado por su madre con la imagen paterna ausente. Primero lo ingresa en un internado, pero todo va a peor. Al final acaba pasando una larga temporada en un psiquiátrico. Así arreglaba las cosas la clase burguesa francesa del siglo XIX.

 

En 1872 se instala en la ciudad de Amiens, donde nació su esposa. Su situación económica le permite realizar otro de sus sueños, comprar un barco. Paulatinamente, lo va cambiando por otros, cada vez mayores. Curiosamente, les da el nombre de Saint Michel, en honor a su hijo. Apenas se preocupó de él durante tantos años y ahora lo lleva en la quilla. Es en el Saint Michel III el que lo llevará a Lisboa, Argel, Róterdam y Copenhague. Luego fueron Noruega, Irlanda y Escocia. Como era hora de rehacer la vida de pareja junto a su esposa, realiza con ella una gira por el Mediterráneo. Vuelven a Francia y los problemas con su vástago continúan. Lo interna en un reformatorio y, cuando sale, lo envía como grumete en un barco rumbo a la India. Al final, no le queda otra que expulsarlo de casa. Michel, con 19 años, se casa con una cantante, a la que deja en apenas tres años. Luego viene Jeanne, una chica de tan solo 16 años que se gana la vida como pianista. Tienen dos hijos en tan solo 11 meses, pero parece que ella lo logra encauzar. Por lo general, sobre la psique es más influyente el amor que la mejor terapia. Incluso, más adelante, conseguirá que se vuelvan a relacionar el padre y el hijo.

 

No obstante, pese a los múltiples problemas familiares, la vida de Jules Verne sigue centrada en los viajes, en su yate y en la escritura; eso sí, cuando los calambres del escritor (que padecía desde hace unos años) se lo permitían. Los destinos elegidos esta vez serán los Países Bajos, Alemania y Dinamarca.

 

En 1886 es un hombre de 58 años. Su capital ya no es el de antaño. Los problemas económicos están pudiendo con él. Ha tenido que vender el yate, con todo el dolor de su corazón. Un día regresa tranquilamente a su casa. Ve acercarse a su sobrino Gaston. Nada le hace prever lo que ocurrirá. Siempre han tenido una relación muy cordial. Últimamente han discutido porque no puede subvencionarle un viaje a Inglaterra. Está claro que el hijo de su hermano cree que el dinero sale de los árboles. Se fija en su mano derecha. Lleva un revólver. Suenan uno, dos tiros. El segundo le alcanza la pierna izquierda. Con el ruido la gente sale y derriban al agresor. Llevan a Jules a su casa y enseguida llega el doctor. Las curas se suceden día tras día. La diabetes complica mucho las cosas, pues las infecciones campan a sus anchas. El episodio acaba con un regalo para cada uno, que les durará el resto de sus vidas. Un psiquiátrico para el sobrino y un nuevo dolor junto con una cojera para el tío.

 

Pese a todo, al siguiente año aún realizará otro viaje. Esta vez será el último fuera de Francia. Su editor le insistía en que lo hiciera. Sabía que su capacidad como escritor se crecía tras sus periplos por el mundo. Sería otra vez a los Países Bajos, pero esta vez en tren. Con su cojera ya no estaba para barcos.

 

De nuevo Amiens. Una persona inquieta como él no podía estar mentalmente parado. En 1888 se presenta a concejal y sale elegido (también lo lograría en 1892, 1896 y 1900). Evidentemente, su campo fue el de las artes y las letras. Entre otras muchas cosas que puso en marcha es de destacar la construcción del circo de la ciudad, que actualmente lleva su nombre. En 1892 el Gobierno de Francia le otorga la Legión de Honor por el trabajo realizado a lo largo de su vida en las letras. Nuestros vecinos del norte saben reconocer a sus grandes personajes. ¡Ojalá aprendiéramos de ellos!

 

Poco a poco su vida, marcada por el exceso de trabajo y una alimentación menos que insana, le pasa factura. Con 66 años (1894) su estado de salud es lamentable. Su diabetes se empieza a complicar. Tiene unos incesantes mareos acompañados de tinnitus, en ocasiones insoportables. Lo peor es la vista. Una catarata en el ojo derecho se alía con la presencia de múltiples escotomas en el izquierdo, probablemente por una retinopatía diabética, que en aquellos años la mayoría de los galenos ni conocía. Entre ambas lograron alejarlo de su gran pasión, la lectura. Sin embargo, no dejó de escribir en ningún momento. Además, la parálisis facial, que se hacía presente en los momentos de estrés, aliada con una epigastralgia crónica, que acompañaba a su colon irritable, y que le hinchaba como un globo, le hacían aún más penosa su existencia.

 

Tres años más tarde, ya casi a punto de cumplir los 70 años, su decrepitud física se ve incrementada por la profunda tristeza que le produce la muerte de su hermano Paul. Su aliado de correrías en la infancia, más joven que él, lo había abandonado. Aquel chiquillo, que había acabado siendo marino y escalador consumado, ya no estaba allí para contarle sus historias.

 

Amiens, 24 de marzo de 1905. Ocho de la mañana. Una habitación sin grandes pretensiones. Una mesita con un crucifijo, flanqueado por unos candelabros con las velas aún humeantes por haber estado encendidas toda la noche, acompaña a la cama en la que yace el cuerpo, ya sin vida, de Jules Verne. Un fatídico ictus pronosticaba la escena una semana antes. De este no saldría indemne como del acaecido el año anterior. La hemiplejía, que inicialmente afectaba a su lado derecho, se adueñó finalmente de todo su ser. La diabetes y sus complicaciones le daban la estocada final a los 77 años.

 

Una calle recta con dos hileras de casas que reflejan la típica arquitectura urbana del norte francés. Una torre sobresale al final de esta. Con ella hace acto de presencia la iglesia de Saint Martin. Allí, el 28 de marzo de 1905, se celebró un funeral propio de un primer ministro. Las 5000 personas que asistieron, entre las que se encontraban numerosos embajadores extranjeros, y la pompa correspondiente a la parafernalia militar que se le dio, correspondiente a un poseedor de la Legión de Honor, hicieron del evento algo difícil de olvidar para los habitantes de Amiens. Era la despedida de todo un país a uno de sus grandes escritores.

 

Cementerio de La Madeleine. Una tumba deja perplejo a cualquiera que se pierda por sus sendas. Una figura emerge levantando su lápida. Entre lo que sería la tela de un sudario, con su brazo derecho y el rostro apuntando al cielo, parece querer salir volando hacia él la imagen de un hombre. Fue la obra que el escultor local Albert Dominique Roze hizo en honor a Jules Verne. Una escultura que el propio escritor le había esbozado. Probablemente, alguien con sus conocimientos científicos ya sabía que el final estaba próximo. Es curioso cómo, vista desde el siglo XXI, recuerda en gran manera al icono universal de Superman, que sería creado al otro lado del Atlántico 28 años después. Hasta en su final supo anteponerse a la realidad venidera.

 

Corre el año 1989. Un hombre regordete y en exceso hablador se dirige con paso firme hacia la pared del fondo de la estancia. Un cinturón de trabajo, del que asoman unas cuantas herramientas, adorna lo que supuestamente debería ser su cintura. Con él está Jean Verne. Lo ha contratado para que abra la vieja caja fuerte de su abuelo Michel, el hijo de Jules. Jamás habían aparecido las llaves de tal artilugio, hecho que no le preocupaba demasiado, pues en la familia siempre se había supuesto que estaba vacía. Apenas un par de minutos et voilà, la puerta se abre de par en par. Allí estaba aquel manuscrito, París en el siglo XX. La novela que había rechazado para su publicación en 1863 Pierre-Jules Hetzel y que hubiera sido la siguiente a Cinco semanas en globo. Al editor le parecía que a su público no le sería creíble un París en el que la gente se preocupaba solo del dinero y desdeñaba las artes, en el que se movían en trenes sin locomotoras y donde se comunicaban por medio de un «telégrafo fotográfico» que mandaba cualquier imagen, escrito o información a cualquier parte del mundo al instante (¿no le suena de algo esto al lector, que está leyéndome ahora mismo en una tableta, con Google, Twitter, Facebook, etc.?). Esta es la causa de que sea el año 1994 el punto final de la publicación de la obra de este francés universal. Un francés que inventó la ciencia ficción sin querer y que ha pasado a ser el segundo autor más traducido del mundo, tras Agatha Christie. Una mente a la que no pudo frenar un cuerpo en exceso lastrado por la enfermedad.